18.2.11

De los hermanos Lumière al vídeo-arte. Una filmografía

(El cine como forma expresiva)


Enrique Domínguez Perela




Introducción

Dicen que el cine es el "séptimo arte"... A estas alturas, con lo que llevamos visto desde que apareció el Impresionismo... Si se nos ocurriera preguntar a un grupo de jóvenes actuales si recuerdan cuándo fue la última vez que se les erizó el cabello viendo "algo"; si les preguntando cuándo fue la última vez que se emocionaron viendo o contemplando "algo" ajeno a sus propias vidas; cuándo se les dilató el espíritu, cuándo experimentaron goce o disfrute no condicionado por sus intereses personales... ¿Quién se acordaría de una visita al museo del Prado? ¿Quién recordaría un paseo por la catedral de Burgos? Pero... ¿cuántos recordarían alguna película...? Tú mismo, estimado lector, ¿recuerdas cuándo te emocionaste desinteresadamente con "algo"?
Por desgracia, con el cine sucede lo mismo que con la pintura, y el gusto mayoritario no garantiza nada, del mismo modo que una chabola y una catedral góticas, en sentido estricto, han de ser consideradas "obras arquitectónicas", existen películas chabola —la mayoría—, pero también existen películas catedrales... pero por desgracia, hablando de cine, las cosas son mucho más complejas que tratando de arquitectura.
Si, con criterio de cierta altura estética, hiciéramos un repertorio de "películas interesantes" —por evitar hablar de películas "buenas"—,  seguramente serían pocas las que encontraríamos en las listas de mayor reconocimiento crítico, que suelen recoger los ensayos de gran difusión entre los aficionados. Es más, esas listas de gran reconocimiento crítico, por lo general, se inclinan hacia la época llamada "clásica", para reforzar los mitos más añejos consagrados por la industria norteamericana y se olvidan del cine más reciente, que por razones de estricto sentido común, es incomparablemente superior. No hay más que observar como se ha depurado el lenguaje cinematográfico durante los últimos 50 años para comprender a qué me refiero.
Así, por ejemplo, todo el mundo habla de Casablanca (Curtiz, 1942) y casi nadie conoce El conformista (Bertolucci, 1971), cuando la una es una "película" de propaganda política envuelta en "papel couché" y la otra es un monumento narrativo, que renueva las fórmulas del montaje consagradas por Eisenstein, incluso, aunque contenga elementos políticos. El inmenso poder de la industria norteamericana, que se impone en los canales de distribución, también es efectivo en las valoraciones críticas de mayor eco social, que contaminan nuestro juicio por obra y gracia de los valores de "aceptación general".


Y para complicar aún más el asunto, también resulta difícil desprenderse del componente chabacano que parece invariante omnipresente del entretenimiento popular. ¿Dónde marcar la frontera que separa al entretenimiento elemental del juego inteligente? No olvidemos que Shakespeare hacía teatro con la pretensión de entretener y que sus críticos coetáneos decían de sus obras que eran populacheras y chabacanas...
Por fortuna, nuestros objetivos son estéticos y gracias a ello podemos pasar por alto ciertos escollos habituales en la crítica cinematográfica al uso y contemplar el panorama con cierta simplificación... Y para ello, dejemos en un discreto segundo lugar todas las películas “de aventuras”, especialmente concebidas como ciertos programas de televisión para el entretenimiento más prosaico; asimismo olvidaremos el cine emotivo o aquel construido mediante situaciones de manifiesta intención proyectiva (recuerdo el espectador, por ejemplo, el “cine” de Joselito); el cine sin ritmo o aquel que arranca lágrimas de aburrimiento a las palomitas; el cine de producción o aquel que se diseña yuxtaponiendo fórmulas de éxito probado (cada 5 minutos, una pelea, una escena sexual, una explosión, etc). ¿Hemos condenado al sótano de la mediocridad a gran parte del cine producido en Norteamérica? ¡Naturalmente! Una cosa es que "matemos el tiempo" (o lo asesinemos) viendo ciertas películas y ciertos problemas de televisión y otra muy diferente que los consideremos "interesantes". No obstante, a pesar de que muchas de las películas producidas por la industria norteamericana (la mayoría), no merecen más que el olvido,  la referencia a Hollywood es imprescindible, sencillamente, porque allí se activaron, y se siguen activando, los resortes que movieron, y mantienen, su desarrollo.
Pero recuperando nuestra línea fundamental, antes de nada, también debemos recordar que en el cine conviven todos los ingredientes de un nuevo y excepcional "arte", que funde varias tradicionales: existe o puede existir un importante —en términos relativos— componente literario, otro musical, otro más de naturaleza visual o iconográfica... Si la fotografía puede ser una actividad artística; si la literatura y la música también, es lógico imaginar —siempre desde la perspectiva estética— que la combinación de ambas, en principio, pueda generar una manifestación artística de rango comparable a sus componentes. Pero si, haciendo una pirueta innoble, observamos que la música y el factor literario, así como la fotografía son elementos que sólo cobran sentido al fundirse en la película... ¿Estaríamos hablando de un nuevo arte o de un espectáculo de integración estética?
Y para apreciarlo basta con hacer algo incompatible con los supuestos que rigen sobre la explotación comercial del cine: enfrentarse con las películas como lo haríamos con un libro; parándonos a verlas con calma, analizar las situaciones, los diálogos, las estructuras narrativas, etc. Hace años, cuando sólo podíamos ver cine en las salas de proyección, acaso fuera complicado, pero hoy, cuando proliferan las ofertas que nos ofrecen toda suerte de discos a precios reducidos...




Los grandes condicionantes de la "forma cinematográfica": origen y estructura industrial.

El origen del cine puede situarse cuando se puso de manifiesto el efecto perceptivo que le otorga el fundamento más elemental, el llamado "efecto φ". Éste da nombre a una propiedad que tiene nuestro sistema visual mediante la cual percibimos en forma de movimiento continuo una sucesión de estímulos luminosos, siempre y cuando éstos actúen de modo seriado con repeticiones superiores a las 16 imágenes por segundo. Dejando a un lado ciertos juguetes conocidos desde tiempo inmemorial, la constatación científica de ese hecho tuvo lugar en Inglaterra, mucho antes de que aparecieran las primeras cámaras fotográficas, en los alrededores de 1825, gracias a las investigaciones de Peter Mark Roget. Desde ese momento proliferaron ingenios que aprovechaban dicha posibilidad sin otra pretensión que el puro entretenimiento; entre ellos destacan, en primer lugar, los zootropos (tambores con dibujos seriados en el interior, que giran sobre su eje y es fácil encontrar en las "ferias de artesanía"), los praxinoscopios (similares a los anteriores pero con espejos) y, más tarde, cuando aparecieron las fotografías, los primeros ingenios que las proyectaban. A su vez, entre estos últimos destaca el "kinematoscopio", patentado en 1861 por Coleman Sellers en USA, que conseguía proyectar fotografías a una velocidad demasiado lenta, porque aún no existían emulsiones capaces de reaccionar a 1/16 de segundo. Para solventar esa limitación y "filmar" el galope de un caballo, Eadweard Muybridge empleó un procedimiento comparable al utilizado muchos años después en ciertas campañas publicitarias (lanzamiento del Seat Ibiza) y en Matrix: sincronizar un grupo de 24 cámaras en línea; también entonces el resultado maravilló a los testigos.


Entre los años 1889 y 1991, Dickinson y Edison fabricaron diferentes ingenios, entre ellos, el kinetoscopio, que fue explotado como atracción de feria y permitía contemplar imágenes en movimiento a través de una mirilla. Por fin, el día de los santos Inocentes del año 1895, los hermanos Lumière (Louis y Auguste) presentaron públicamente el primer aparato que podemos denominar cinematógrafo. Y lo emplearon, sobre todo, con cintas breves, algunas espectaculares, de inclinación documental: La llegada del tren, La salida de los obreros de la fábrica Lumière, etc. Las máquinas, que operaban con 16 imágenes por segundo, servían para filmar y para proyectar...
Recogen las crónicas que casi todos los asistentes a la presentación pública quedaron maravillados, pero entre ellos había uno que lo contempló con una actitud especial. Se llamaba Georges Méliès y hasta entonces se había dedicado a organizar espectáculos de magia e ilusionismo en el teatro Robert Houdin. Consciente de las posibilidades del nuevo ingenio, compró una cámara, fundó una productora (la Star Film) y se dispuso a crear películas que fueran más allá de las pretensiones documentales y de "espectáculo asombroso" de los hermanos Lumière. Pretendía crear "viajes a través de lo imposible", en los que ya aparecían componentes creativos que superaban la mera composición.  Por fin, cuatro años después de la presentación de los hermanos Lumière, en 1899 realizaba el primer largometraje afrontando uno de los problemas más sangrantes del momento: El caso Dreyfus. Y su actividad no se limitó a esa vertiente, porque hasta el año 1914, cuando se arruinó por su incapacidad para competir con la industria norteamericana, realizó más de 500 películas de incuestionables cualidades formales y poéticas entre las que había algunas con importantes innovaciones técnicas y narrativas (fundidos, trucajes, encadenados, etc.). De todas ellas, los historiadores destacan el Viaje a la Luna de 1902, muy recomendable de ver aunque sólo sea para valorar los cambios experimentados por los efectos especiales durante los últimos años y por las variaciones iconográficas de los "alienígenas".
Un año después, en 1903, Edwin S. Porter, realizaba su Asalto y robo del tren con los medios de las industrias Edison, empleando asimismo fundidos y encadenados... Comenzaba a cobrar substancia formal el nuevo "formato narrativo". 


En paralelo a los primeros estrenos, surgieron las primeras iniciativas empresariales norteamericanas decididas a sacar partido a un espectáculo que había mostrado gran capacidad de convocatoria pública, y con ellas las primeras acciones que condicionaron decisivamente la naturaleza (y las servidumbres) de la nueva práctica creativa. En esa línea, entre 1909 y 1912, a los gestores de la Motion Pictures Patents Company les pareció que sería un grave peligro para sus intereses la difusión pública de los nombres de las personas que habían intervenido en la realización de la película. El público sólo debería conocer el nombre de la "empresa"... En una línea de cicatería afín y para asegurarse la rentabilidad del último centavo, limitaron la duración de las películas según el tamaño de las bobinas (1, 2, 3...), creando una costumbre prolongada hasta los años sesenta del siglo pasado, que producía situaciones muy incómodas en los lugares dotados con una sola cámara (cines de pueblo, colegios, etc.) y que culminó en los estándares de proyección habituales en tiempos de la popular "sesión doble", cuando las películas tenían que durar 90 minutos, para aprovechar bien las cámaras y las salas, aunque para ello fuera necesario "cortar lo que sobrara".
Por fortuna, la acción antitrust detuvo (hasta cierto punto) los abusos y a partir del año 1912 quebró, cuando menos, la imagen monopolista: despegaron varias productoras independientes y una nueva retícula de empresas especializadas en exhibición y distribución, que configuraron lo más relevante del planeta cinematográfico. En definitiva, es habitual citar el año 1912 para situar en él la aparición de las estructuras que han caracterizado al cine como "actividad industrial" durante todo el siglo XX, con unas cotas de competitividad que, de momento, se cerraban en las fronteras norteamericanas, porque, salvando algunas zonas europeas muy concretas, en el resto del planeta aún no existían infraestructuras de exhibición.
Pero, naturalmente, el cine no sólo era una actividad industrial orientada al mercado del ocio o del entretenimiento, porque, como ya había advertido Méliès, sus posibilidades trascendían esa opción. Y en muchos lugares surgieron iniciativas que se sumaban a las del primer cine francés, para convertirlo en un nuevo medio de expresión de pretensiones cercanas al teatro... ¿O que superara las limitaciones del teatro?
Así, pues, desde esos primeros años podemos hablar de, al menos,  dos tipos de cine, como podríamos haber hablado igualmente, de, al menos, dos tipos de teatro, de literatura o de pintura: el cine de funcionalidad prosaica (entretenimiento, manipulación política, etc.) y el de pretensiones más complejas. Y por consiguiente, también desde esos años cabe hablar de películas banales (de entretenimiento fugaz) —de ver y olvidar— y de películas concebidas por creadores con afán de aportación relevante; en suma: películas, cuando menos, interesantes, de ver y volver a ver... y entre ellas, algunas de interés estético, de disfrutar y volver a disfrutar, o también de "leer" una y otra vez...






El cine mudo (de imagen y texto escrito) (1895 1926). Los primeros condicionantes "morales" y el factor "educativo".

Aunque, por razones obvias, nuestra actual idea del hecho cinematográfico nos lleva a creer que la iniciativa siempre ha estado en manos de las productoras norteamericanas, tal y como hemos mencionado en el epígrafe anterior, cabe polemizar defendiendo que los primeros impulsos creativos tuvieron lugar en Europa, concretamente, en Francia donde a la sombra de Méliès y sus ingenuos espectáculos visuales, se filmaron algunas obras de cierto interés, y, a continuación, en Italia. Con la salvedad del cine japonés, se trataba de un cine construido mediante imágenes "móviles" en blanco y negro, que se combinaban con la intercalación de textos escritos, necesarios para matizar el sentido de la representación. Lógicamente, el resultado final determinó películas que, a pesar de las valoraciones que se hicieron a posteriori, antes de la expansión del cine en color, no podían compararse en capacidad narrativa y efectividad estética general con otras formas de representación. Para compensar la limitación verbal, los actores debían empeñarse en gestos declamatorios necesariamente forzados y artificiosos, y los textos intercalados no podían ser demasiado largos, para evitar que el público se aburriera o se incomodara, como aún sucede con las películas subtituladas. Sin embargo, enseguida se puso de manifiesto que, a pesar de tan importantes limitaciones, el cine tenía algo que, una vez comenzaron a fabricarse masivamente cámaras de proyección, se le escapaba al teatro y a otras formas narrativas o estéticas: cualquier sala dotada de energía eléctrica podía convertirse en sala de espectáculos... Había comenzado un fenómeno de convergencia cultural de alcance aún desconocido.


El protagonismo del proceso no fue exclusivamente norteamericano. Durante la primera década del siglo XX se contabilizaron más de setecientas producciones italianas; la mayoría banales, pero entre ellas unas pocas abrían senderos que otorgaban continuidad a las ideas de los pioneros franceses: a los reportajes de los hermanos Lumière; al cine político, poético y fantástico de Méliès y  al "cine teatro" se unían ahora dos nuevos "géneros": el melodrama y el "cine histórico" (se emplea el término "peplum" para aludir al cine de temática grecolatina), que nació con pretensiones grandilocuentes y retóricas,  orientado hacia los tiempos del imperio romano. Por supuesto, lo más distinguido pertenece a este último grupo. Son muy interesantes La caída de Troya (1910), de Giovanni Pastrone, Los últimos días de Pompeya (1913), de Mario Caserini y Cabiria (1914), también de Pastrone, películas que, pasando por alto las ingenuidades del momento, especialmente sensibles en los decorados, aún hoy despiertan más interés que algunas de las grandes superproducciones norteamericanas de temática afín, sencillamente porque fueron concebidas con un grado de complejidad narrativa superior a los actuales estándares "bajos" de Hollywood (tipo Troya, 2004, de Petersen).  Y ello sin menoscabo de las cualidades formales. La Cabiria, de Pastrone, por ejemplo, contiene un repertorio de fórmulas que van desde el uso sistemático del llamado "plano americano" (quizás debiera llamarse "plano italiano" o, incluso, "francés", porque también lo emplearon los hermanos Luimière), para sacar a los personajes del abigarramiento general, hasta llegar a la superposición de imágenes para componer efectos comparables a los que aún seguía utilizando Spielberg en la penúltima secuencia de En busca del arca perdida, y a la matización moral del carácter de los personajes mediante la iluminación.



No obstante, es habitual resaltar las aportaciones de D.W. Griffith,  a quien se suelen adjudicar casi todos los hallazgos anteriores a Eisestein, y en especial, los asociables al concepto de "ritmo narrativo". Así, por ejemplo, algunas "enciclopedias"  del cine le adjudican el "invento" de los primeros planos, para reforzar los componentes expresivos de los rostros, los efectos especiales, de luz, enfoque y montaje, y hasta el uso de nuevas formas interpretativas, orientadas a romper con la tradición teatral... Pero lo cierto es que Griffith se apuntó al carro con cierto retraso, porque sus primeras películas son del año 1907 y no rompió la frontera de la banalidad hasta el 1913. Tal y como acreditan las películas de los hermanos Lumière, es más propio decir que esos "descubrimientos" fueron surgiendo "de modo natural" con la práctica de quienes, en cualquier parte del mundo, tuvieron acceso a aquellas cámaras enormes, cuyas cualidades ópticas y físicas imponían grandes limitaciones: en este tipo de cine los movimientos de cámara son leves y escasos y la óptica tan elemental que son frecuentes las distorsiones y aberraciones de todo tipo.
Pero también sería injusto no reconocer a los realizadores norteamericanos, encabezados por Griffith, que jamás negó la deuda contraída con Méliès, un destacado papel en el proceso evolutivo, gracias al incremento de la calidad fotográfica. Esa cualidad sirvió para adjudicar carta de naturaleza a tres modalidades fílmicas específicamente norteamericanas: el cine histórico propio, el educativo (de fuertes implicaciones éticas y morales, que subyace en casi todo el cine comercial actual basado en principios maniqueos) y el religioso, que se mantuvo pujante hasta los años sesenta.
El cine histórico específicamente norteamericano, que surgiría siguiendo fórmulas narrativas prestadas del ámbito teatral y del primer cine italiano, culminaría rápidamente en un "género" (western) de cualidades propias y específicas que lo distancian de cualquier fenómeno cultural anterior, aunque algunos, apoyándose en las fórmulas iconográficas de algunos guionistas, persistan en homologarlo con la mítica grecolatina. Además, la pretensión educativa se convertirá enseguida en una constante subyacente de casi todas las películas norteamericanas realizadas antes de 1968: hasta esa época será difícil encontrar películas dramáticas ajenas a la dualidad entre el bien y el mal. La vertiente religiosa, sin embargo, se agotaría pronto, aunque proyectara el canto del cisne en los años cincuenta.
Las películas fundamentales de Griffith son: Judith of Bethulia (1913) y El nacimiento de una nación (1915) e Intolerancia (1916), esta última compuesta de cuatro historias sobre la Babilonia bíblica, la vida de Cristo, la matanza de san Bartolomé y la relación entre la ley y la educación, en la que se advierte cierta influencia de la Cabiria (1914) de Giovanni Pastrone.
Basta leer los títulos para tener una idea de por dónde caminaban las pretensiones del acreditado director y productor, cuya repercusión social fue enorme. El nacimiento de una nación, reunió en el primer ciclo de explotación más de 100 millones de espectadores y que aún hoy es frecuente que aparezca en las listas de las "cien mejores de la historia", a pesar de las carencias de ritmo propias de la época y ciertos "deslices" incompatibles con nuestros valores actuales (enaltecimiento del Ku Klux Klan).


Desde estos primeros años, la industria cinematográfica norteamericana tuvo muy clara cuál debía ser su papel en el entramado cultural circundante, habida cuenta sus posibilidades. Es obvio que se puede entretener de muchas maneras, pero, al menos desde la época de Petronio, es sabido lo que sucede con el entretenimiento. Hay que elegir entre los espectáculos que socavan los principios sociales y los que los refuerzan; hay que elegir entre los principios conservadores, que refuerzan la cohesión social y los críticos, que son contemplados por los sectores ideológicos dominantes como una amenaza potencial. Griffith comenzaba El nacimiento de una nación con una curiosa "reivindicación para el arte del cine":
"No tememos a la censura porque no pretendemos ofender con obscenidades ni inmoralidades, pero exigimos el derecho a mostrar el lado oscuro de lo erróneo para resaltar así la luminosidad de la virtud. Es la misma libertad de la que goza el arte de lo escrito; ese arte al que debemos la Biblia y las obras de Shakespeare"
Los cineastas eran plenamente conscientes de una situación sufrida en distintos momentos por casi todas las formas creativas. Como había sucedido con la literatura y con el teatro e, incluso, con la pintura, el cine tendría que justificarse ante quienes lo creyeran una amenaza para las buenas costumbres (para sus intereses)... Y lo hizo entrando de lleno en los aspectos de la servidumbre sociopolítica asociadas a todo fenómeno narrativo: el reforzamiento de los valores (creencias y circunstancias morales) y la reconstrucción de un pasado que sirviera como referencia de origen común mitificado. Sin dar grandes saltos en el tiempo, encontramos algo parecido en Europa a lo largo del siglo XIX: los alemanes habían recuperado las tradiciones germánicas; los franceses, habían hecho suyos los valores de la república romana; los italianos reverdecieron el Imperio de los césares; los ideólogos conservadores y liberales españoles consagraron la idea de "reconquista"...


Sería absurdo intentar descubrir quién advirtió por primera vez las posibilidades que tenía el cine para manipular las conciencias de los espectadores, porque esa capacidad es inherente el propio hecho cinematográfico (el "efecto φ" sería el primer recurso de manipulación), pero lo cierto es que, en cuanto comenzó a funcionar como espectáculo popular, en las esferas de decisión política se tuvo claro que convenía controlarlo estrechamente.
Y en el frente ético religioso, en tiempos de amenaza revolucionaria, el control inicial fue tan enérgico que se conocen casos escandalosos, como el de Avaricia (1923), de von Stroheim, que fue reducida de las diez horas originales a sólo dos. Naturalmente, fue mucho más crudo el "autocontrol" puesto en marcha durante la Guerra Fría (1947-56), a través del Comité de Actividades Antinorteamericanas (HUAC), que supuso la aparición de las famosas "listas negras" y la realización de un tipo muy peculiar de cine que algunos llaman "cine clásico"... A ello volveremos más adelante,
La acción en el segundo frente también fue prácticamente inmediata. Como la sociedad norteamericana de principios del siglo XX seguía padeciendo la carencia de historia propia de su origen reciente, fue fácil intervenir en ese terreno. Y enseguida, se puso de manifiesto la capacidad que podría tener el nuevo medio para concretar un pasado común que sirviera como referencia caracterizadora del grupo. El asunto estuvo tan claro que, cuando a partir del año 1915, los primeros productores independientes (Thomas Harper Ince, Cecil B. de Mille y Mack Sennett) comenzaron a trabajar en Hollywood, apenas hicieron otra cosa que "comedias de situación"  por nombrarlas de alguna manera , por lo general, de innoble recuerdo y afines a las que se podían hacer en cualquier otra parte del mundo, y, sobre todo, muy especialmente, películas "del oeste".
Poco a poco, el gris pasado de los pioneros de innoble origen —recuérdese que los primeros pobladores norteamericanos fueron, sobre todo, proscritos—, se convirtió en una grandiosa epopeya de indómitos héroes a caballo con revólver, polarizados, según la invariante dualidad determinada entre el Bien y el Mal...
Estas primeras películas de Hollywood, además de aclarar cuál debía ser la orientación genérica del hecho cinematográfico, consagraron una manera de "hacer" que apenas ha cambiado con el transcurso de los años y que está en el origen de los problemas que en esa industria siempre ha tenido el cine de autor. Por razones obvias, la figura clave del proceso de elaboración no será el director, sino el productor, a quien corresponde siempre tomar la iniciativa para hacer una película determinada. Si el productor no aporta los medios financieros, no será posible comenzar a rodar.


Y en el segundo escalón tampoco estará el director, sino el "empleado" designado por aquel para fiscalizar la realización de la película, el ejecutivo bajo cuya responsabilidad quedarán las cuentas de gastos y desviaciones presupuestarios: el productor ejecutivo. Éste contratará al director y con su anuencia o sin ella, al resto del equipo... O, tal vez, contratará en primer lugar a un actor y, más tarde, al director y al resto del equipo, siguiendo los dictados de aquél...                                                           


Por todo ello, dejando a un lado el patético primer "cine mítico histórico" norteamericano (Griffith), lo más relevante de la producción de esta época hay que buscarlo en el terreno del "humor", acotado por figuras como Harold Lloyd y Charlie Chaplin, ambos patrocinados por Mack Sennett, uno de los personajes claves de estos años. Precisamente en relación a la proliferación de películas cuyo éxito dependía de los actores protagonistas, hay que situar la aparición de la primera productora concebida a partir de los intereses del sector que, de cara al público (a la demanda), materializaba el éxito o el fracaso de una película. La United Artists, que mantuvo una elevada producción durante algunos años, fue creada en el año 1919 por un grupo de actores de éxito: Chaplin, Mary Pickford, D. Fairbanks y D.W. Giffith, que también era actor...   
Con independencia de la articulación de todos estos factores y de la obvia hegemonía del componente financiero, contemplado el proceso con tantos años de por medio, es posible filtrar la desmesurada producción de la época del cine mudo con criterios de cierta calidad, y, naturalmente, surgen de modo natural los nombre de las personas que, en ocasiones venciendo grandes impedimentos, tuvieron mayor responsabilidad en ella: los directores. Porque es en este período del cine mudo, cuando aparecen las primeras películas de los directores que acabarán configurando el, para algunos, período de máximo esplendor de la industria norteamericana: John Ford (El caballo de hierro, 1924), Frank Capra (The Strong man, 1926), William Wyler (Lazy Lightning, 1926), etc.         


En concordancia con lo sucedido durante la primera década, en Europa se siguieron haciendo películas de "amplio espectro", aunque al finalizar la primera guerra mundial el protagonismo que habían asumido consecutivamente Francia e Italia pasó a manos alemanas, cuyas autoridades políticas también comprendieron la importancia social del nuevo medio. Sin embargo, las medidas de control fueron menos radicales y en muchas de las películas de estos años se propusieron objetivos de estricta creación. Las más conocidas del ciclo componen un grupo de cualidades extraordinarias y gran influencia  estética posterior: El gabinete del doctor Caligari (1919), de Robert Wiene, define el origen del llamado "cine gótico" o "de terror", en el que son obvias las relaciones con las corrientes estéticas vanguardistas de la época; con ella el cine se integra decididamente en el universo estético del siglo XX. El Golem (1920), de Paul Wegener y Henrik Galeen es, sencillamente, sorprendente. Nosferatu, el vampiro (1922), de F.W. Murnau, de cualidades parejas a las de El gabinete y de especial interés desde el punto de vista estético. Metrópolis (1926) de Fritz Lang, que define uno de los puntos culminantes de la incipiente industria cinematográfica europea, apoyada en un desarrollo tecnológico que apenas se había afrontado en USA, y el arranque de lo que acabará siendo la grandilocuencia nazi y algunas formas narrativas más personales como las de Ernst Lubitsch y Erich Von Stroheim, cuyas carreras culminarán en USA.


La línea de intencionalidad estética marcó un importante punto pocos años después con Walter Ruttmann, bajo la etiqueta de "cine absoluto". En Berlin: Die Sinfonie der Grosstadt (1928) y Melodie der Welt (1929) unió fragmentos de películas anteriores para confeccionar una "nueva" desarrollada al margen de las narrativas convencionales y articulada según criterios de linealidad visual y musical. Algunos autores dicen que Ruttmann daba continuidad a ideas de Buñuel y Cocteau y a otras formulas vanguardistas...  pero quizá ese juicio sea algo forzado. Por desgracia, las aventuras cinematográficas de los artistas de vanguardia (Duchamp, Man Ray, Fernand Léger, Dalí, etc.) no tuvieron demasiada relevancia, acaso porque quedaron en experiencias anecdóticas. Hans Richter realizó durante los años veinte algunas "películas" de abstracciones dinámicas e imágenes inclinadas hacia temáticas surrealistas. Otro tanto puede decirse del Anémic Cinèma (1926) de Marcel Duchamp y de las obras de Wiking Eggeling (1921), o el Ballet Mecanique, de F. Léger (1924), asimismo orientadas hacia las composiciones abstractas dinámicas con fondo musical.
En todo caso, la fórmula de Ruttmann, combinanco imagen cinematográfica con música sinfónica, fue copiada mil veces y desarrollada también por Leni Riefenstahl (Olympia, 1936) en términos de gran calidad fotográfica y musical dentro de los parámetros oficiales de la estética nazi, cuyas películas nos ayudan a "entender" por qué estalló la Segunda Guerra Mundial.


El siguiente jalón se colocó en la Unión Soviética, cuando la precaria industria cinematográfica rusa fue nacionalizada en el año 1919, para ser colocada al servicio de la acción política. La figura más relevante del ciclo es Serguéi Mijáilovich Eisenstein, que, lógicamente, partió de la situación alcanzada por el cine alemán. En ese sentido, aunque se suele oír lo contrario, no se puede decir que Eisenstein fuera un gran "innovador" en el sentido común del término, sino, sobre todo y en paralelo a Griffith, un "sistematizador", en realidad, el primer gran realizador que concretó las peculiaridades del lenguaje cinematográfico, tanto a lo largo de sus películas como en sus obras escritas. Las unas y las otras son verdaderos "manuales" de cómo hacer una película para que el espectador "piense" y "sienta" del modo predeterminado por el realizador, mediante los planos cortos, la iluminación, el movimiento de la cámara, etc.. Y en ese sentido sí se podría hablar de una cierta innovación, confeccionada a partir de la aplicación sistemática de todas las fórmulas sedimentadas por el cine a lo largo de los veinte años anteriores, tanto en el campo de la filmación como, sobre todo, en el del montaje.      
                                                    

Las primeras "grandes películas" de Eisenstein, El acorazado Potemkin (1925) y Octubre (1928), acabarán convirtiéndose en un referente para la progresía occidental y en fuente inagotable de ideas que desarrollarán otros realizadores desde sir Alfred Hitchcock hasta Brian de Palma, pasando por Stanley Kubrick. A nivel comparable de dichas películas, aunque sean prácticamente desconocidas, están El fin de San Petersburgo (1927), de Pudovkin y, muy especialmente, las obras de Dziga Vertov (El hombre de la cámara, 1929), de cualidades estéticas muy próximas a las preocupaciones de algunos realizadores de video-arte. 

En esta fase inicial debemos volver al cine francés, que tras unos años de relativa decadencia, volvió a recoger el testigo de la vanguardia creativa. El punto de arranque del nuevo esplendor es el Napoleón de Abel Ganze (1927). Desde ella y hasta el año 1936, se realizarán no menos de veinte películas de calidad destacable. También destacan René Clair, con una interesante colección de películas de carácter variable y Jean Renoir, que con La Chienne (1931), inaugura una serie de calidad progresiva e irregula. Junto a ellos: Marcel Pagnol, Marc Allégret, Jean Vigo y Jean Benoit Levy.


Es la época en que Francia o, mejor París, compite con Berlín por seguir siendo el gran polo europeo de atracción cultural, a donde acudirán personas de los países próximos. Ese es, por ejemplo, el caso de Buñuel, que, en claves surrealistas y estableciendo relación directa con las artes convencionales (Dalí), realizará Un Chien Andalou (1928) y L'Age d'Or (1930). Aunque estas obras no pueden considerarse de gran calidad cinematográfica, merecen ser conocidas como testimonio de una situación que, decididamente, se proyectaba hacia el futuro. También merecen ser conocidas The Passion of Joan of Arc (1928) y Vampyr (1932), de Carl Theodor Dreyer, Marius (1931) de Alexander Korda y Mayerling (1936), de Anatole Litvak.

Para completar el panorama general, aún debemos detenernos un instante en el cine japonés, que nació muy pronto de la mano de las Industrias Lumière. Como en Europa, también en Japón el cine arranca apoyándose en el teatro y más concretamente, en la peculiar situación de esa forma expresiva en aquel país, polarizada por el peso de la tradición (teatros kabuki y no') y por el intento de integrar las formas occidentales en las corrientes culturales propias. Lo más interesante de esta vinculación es la actitud de muchos cineastas japoneses por mantenerla, dejando en un segundo lugar (con frecuencia, en la marginalidad) las posibilidades específicas del lenguaje cinematográfico. Por supuesto, a finales del siglo XX esa tendencia tenderá a diluirse en beneficio de las corrientes globalización, sensibles en Japón como en el resto del mundo.
No obstante, durante los primeros años (hasta los años sesenta) el empeño en inclinar el cine con pretensiones de calidad hacia las fórmulas teatrales se manifestará no sólo en los formatos visuales más comunes, sino también en una anécdota sumamente expresiva sobre el papel que ocupó el cine dentro de la cultura japonesa: la aparición del "narrador" (o charlatán, "benshi" o "katsuben"), que en tiempos del cine mudo tenía la función de explicar las películas en las salas de proyección, sobre todo, cuando éstas no eran japonesas. E, incluso, la idea se amplió hasta el extremo de organizar pases en los que actores profesionales aportaban su voz a los personajes de las películas mudas.
Poco a poco vamos conociendo el cine japonés primitivo y siempre, con resultados sorprendentes. Se conocen varias películas de Tsunekichi Shibata realizadas antes de 1900 y varias más anteriores a 1920 de Shozo Makino (Chushingura, 1914), Norimasa Kaeriya, etc.



Tomu Uchida es uno de los primeros cineastas orientales en proponer el uso del cine como instrumento revolucionario, tal y como se estaba haciendo en la Unión Soviética. En esa línea realizó El zapato en 1927; más tarde rodó una adaptación de El pájaro azul de Maeterlinck, siguiendo una corriente anterior interesada en emplear la literatura occidental (y no sólo el teatro) como fuente de inspiración. A Tomu Uchida se le considera creador del llamado "neorrealismo japonés", en cierto modo comparable al italiano, pero con un importante desfase cronológico (de lo poco que conocemos en Europa de esa época cabe deducir que el componente "realista" era factor habitual en el cine japonés anterior a la Segunda Guerra Mundial).
Según dicen... las películas fundamentales de esa corriente son La ciudad desnuda (1936) y La tierra (1939). Durante la guerra de Manchuria desertó para unirse al ejército rojo y marcar el origen de la industria cinematográfica china. Terminada la guerra de Corea, regresó a Japón y realizó algunas películas históricas. En todo caso, es importante advertir que la tendencia al "realismo" es una corriente que también encontramos documentada en las primeras películas de Ozu, realizadas en este período, y en las de otros realizadores y de la que nunca se alejarán demasiado los cineastas centrados en temáticas sociales.


Aunque desde hace años está de moda hablar del cine español primitivo con cualidades estéticas relevantes (existen muchos "cortos" de calidad dispar), lo cierto es que en nuestro contexto debemos tomar en consideración la carencia de infraestructuras cinematográficas hasta la aparición del cine sonoro, en  la década de los treinta, y desde ese momento, con muchos matices... Lo más relevante del período es una película que no recordaríamos de haberla firmado otro director: Las Hurdes, tierra sin pan (1932), de Luis Buñuel, que fue estrenada como documental, por supuesto, en francés.





El cine sonoro en tiempos de conflictos, hasta el fin de la Guerra Fría. La HUAC.

La transición del cine mudo al sonoro apenas ocupó los cinco años transcurridos entre la aparición del Vitaphone (1926) y la del Movietone (1931), de cualidades similares al sistema actual. Concluía, por fin, el parto del cine. Fueron años prolijos en problemas, que iban desde la adecuación de las salas de proyección al reciclaje de la práctica totalidad de los sectores profesionales afectados por la transformación. El protagonismo, en este caso y por razones obvias, corrió a cargo de los guionistas, que debieron "inventar" un nuevo modo de escribir condicionado por la naturaleza híbrida del cine. Ben Hecht, Dudley Nichols y Robert Riskin fueron los primeros en ofrecer textos que rompieran la inicial dependencia de los modelos teatrales para llegar a fórmulas específicamente cinematográficas.


Hacia el año 1933 ya comienzan aparecen películas en las que los rezagos del cine mudo prácticamente son inapreciables. Al mismo tiempo, el desarrollo tecnológico había propiciado la fabricación de cámaras más livianas, con ópticas más sofisticadas que, a su vez, permitirían nuevos encuadres y nuevos sistemas de movilidad...
Durante la Segunda Guerra Mundial todas las industrias se pusieron al servicio de los intereses políticos y militares de las potencias respectivas, generando una situación que, por una parte, perjudicó al desarrollo del cine, pero por otra lo benefició considerablemente, porque algunas potencias apostaron decididamente por sus posibilidades manipuladoras. En la Alemania de Hitler y en la Italia de Mussolini se afrontaron aventuras cinematográficas de gran ambición, en especial, las que contaron con el apoyo de Goebbels. Y por si ello fuera poco, aún debemos recordar que entre los años 1936 y 1939 Agfa creó un conjunto de películas en color reversibles y para negativos, de cualidades superiores a las americanas y muy similares a las actuales. Pero por desgracia, de aquella época, sólo conocemos el cine de las potencias vencedoras y alguna película suelta alemana e italiana y, en consecuencia, las enciclopedias del cien políticamente correctas destacan para estos años películas de culto como Casablanca, a pesar del contenido argumental, orientado en la dirección del objetivo hegemónico perseguido por las núcleos de poder USA de entonces y de ahora...


La idea de crear un código autorregulador que imperara sobre toda la producción cinematográfica norteamericana, que fue sensible desde la época de Griffith, se materializó en el año 1930, en el seno de la M.P.P.D.A (Motion Picture Producers and Distributors of America), cuando las personas más influyentes del medio encargaron al moralista Will H. Hays la redacción de un conjunto de normas, que sirvieran como referencia de canalización al fenómeno cinematográfico. Como es lógico, la situación bélica arrojó gasolina al fuego...

El gran principio básico era que el cine no podría ser un instrumento de relajación de las normas morales previamente asumidas por el espectador. Y desde ese principio se formularon varias recomendaciones nacidas del gran principio básico según el cual el cine nunca podrá inducir la simpatía del espectador hacia el crimen, la maldad y el pecado. Algunas recomendaciones en ese sentido eran muy curiosas. Así, por ejemplo, se decía: "No se justificará la venganza en los tiempos modernos", "no se presentarán explícitamente métodos criminales"; "no debe presentarse el tráfico de drogas"; "el cine preservará la santidad de la institución matrimonial"; "las imágenes no trivializarán las relaciones sexuales"; "no deben introducirse escenas de pasión amorosa si no son esenciales para el desarrollo de la película"; "se deben evitar los besos excesivos y lujuriosos, los abrazos sensuales, las posturas y gestos sugestivos",  "la seducción o la violación sólo pueden ser sugeridas". Naturalmente, se prohibieron todas las formas de "perversión" sexual...  En algunos asuntos se excedieron con generosidad: prohibieron terminantemente las relaciones sexuales interraciales y toda alusión a asuntos relacionados con la higiene sexual y las enfermedades venéreas. Asimismo, se prohibía la aparición de los órganos sexuales de los niños y el uso de expresiones  procaces, aunque fueran de uso común y, muy especialmente, las relacionadas con asuntos religiosos. Precisamente se puso especial cuidado en esta parcela prohibiendo que cualquier clérigo pudiera caracterizarse de modo negativo: "los ministros religiosos no deben emplearse con caracteres cómicos o como bribones."


En contrapartida a la dureza en asuntos de sexo, el tratamiento de la violencia fue mucho más comedido y apenas se hicieron vagas recomendaciones para que fuera tratada según criterios de "buen gusto", sin mayores precisiones.
Los filtros no se limitaron a los asuntos religiosos y morales, sino que, durante el período de la Guerra Fría (1947-1956) se amplió al difuso territorio de la ideología personal. Todas las organizaciones sociales conservadoras tomaron partido en la batalla anticomunista. La American Legion, la Catholic War Veterans, la Motion Picture Alliance for the Preservation of American Ideals (MPAPAI) y mil grupúsculos más se dedicaron a perseguir sistemáticamente a todas las personas que tuvieran o hubieran tenido alguna relación con el Partido Comunista y, en general, con lo postulados marxistas, o que se hubieran negado a "colaborar"  a delatar a sus compañeros  con el Comité de Actividades Antinorteamericanas (HUAC). La propia Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas (AMPAS) prohibió la concesión de premios a quienes se hubieran negado a colaborar con la HUAC.


Las medidas fueron especialmente dramáticas contra los guionistas, algunos de los cuales perdieron el trabajo o tuvieron que asumir el papel de "negros" o de "consultores" (sceenplay consultat), bajo la autoridad de personajes mediocres o, incluso, aceptar colaborar sin que sus nombres aparecieran en los títulos de crédito. El período finalizó oficialmente el año 1960, cuando Dalton Trumbo, al que en diez años sólo le había permitido colaborar en una película (The Brave One, 1956, de Irving Rapper) apareció como guionista de dos obras especialmente interesantes por razones diferentes: Éxodo, de Otto Preminger y Espartaco, de Kubrick Man. Sin embargo, en muchos casos, las consecuencias de las blacklist ya eran irreversibles...
El "código" permaneció en vigor hasta el año 1968, cuando la sociedad norteamericana había experimentado múltiples transformaciones en los terrenos social e ideológico, y se propuso una nueva fórmula consistente en clasificar las películas en función del interés educativo (de los jóvenes), que se imaginó ajeno a la violencia: la película que consagró el uso de la violencia como recurso estético, Grupo salvaje, de Sam Peckinpah, fue realizada en 1969. Sin embargo, el trasfondo ideológico subyacente al "código Hays" se mantendrá en las catalogaciones morales aún vigentes, que, de hecho, funcionan como un poderoso aliado de las estrategias comerciales.
En los años de mayor rigor integrista, entre 1953 y 1956, se realizaron algunas películas "míticas" que, sin embargo, es difícil sustraer del "puro entretenimiento" [Shane (1953), On the Waterfront (1954),  20,000 Leagues Under the Sea (1954), Anastasia (1956), etc.] Es significativo que una parte substancial del llamado "cine clásico" fuera realizado por directores que aceptaron colaborar con la HUAC, acaso porque no tuvieron alternativa... Comparar estas películas, de argumentos pueriles, con las mejores realizadas desde los planteamientos sociopolíticos que se pretendía eliminar, resulta, cuando menos, bochornoso. Véanse, por ejemplo, las primeras películas de Robert Rossen (Cuerpo y alma de 1947 o El político, 1949).


Por fortuna, también estaba en Hollywood un personaje excepcional, que había triunfado en el cine británico y que llegaba a la Meca del cine para dar otra dimensión a su trabajo: sir Alfred Hitchcock (ver epígrafe posterior),  
Desde el punto de vista creativo, la figura más interesante del momento sigue siendo, a nuestro juicio, Orson Welles, que apenas pudo rodar un par de películas monumentales, una vez estrenado Ciudadano Kane: Macbet (1948) y Touch of Evil (1958).
La abundante bibliografía sobre el rodaje de Ciudadano Kane nos ayuda a entender las circunstancias ambientales de la producción cinematográfica de la época. Gregg Toland, el director de fotografía, contó que cuando llegó Orson Welles al estudio, ignorante de los condicionantes laborales y de todo tipo que regían en los estudios, empezó a disponer la colocación de la cámara, de los focos, de los elementos decorativos y de los actores; y que cuando fueron a replicarle contándole que no debía meterse en las atribuciones profesionales de los diferentes "oficios", el propio Gregg, que ya había rodado más de 50 películas, dijo que le dejaran hacer...
La anécdota ilustra también sobre la autoría real de las películas rodadas al amparo de la industria norteamericana, donde estuvieron perfectamente resueltos los condicionantes que mencionábamos en un epígrafe anterior, pero donde la vertiente creativa del director quedaba, por lo general, hipotecada a los sistemas de trabajo de las industria (acuerdos sindicales), a los contratos de las estrellas (que podían hipotecar la interpretación) y, desde luego, a los criterios de rentabilidad de los productores.
En todo caso, Ciudadano Kane se convirtió en paradigma de libertad creativa: con ella los cineastas posteriores comprendieron que la cámara cinematográfica se podía emplear bajo los dictados de la imaginación, pero también que, en cine, la independencia creativa tenía un precio muy alto.



El cine de sir Alfred Hitchcock.

Con Hitchcock cambian los parámetros cinematográficos hasta dejar en un plano secundario a "la historia" en beneficio de "la forma", "la manera de contarla". Y en ese sentido estaríamos, sin duda y como tiene acreditado el MOMA, ante otra de las pocas grandes personalidades creativas del universo cinematográfico.
Es difícil encontrar relatos de gran interés en las películas de Hitchcock; por el contrario, casi siempre son historias estúpidas, protagonizadas por hombres de escasa personalidad y mujeres estereotipadas (suelen ser mucho más interesantes los "malos"), que nos resultan "atractivas" gracias a la"magia narrativa" de su realizador, cuyo gran secreto descansaba en muy pocas circunstancias: apoyándose en las posibilidades de la industria norteamericana, controlar milimétricamente "la forma" de la película, con prediseños (story boards) definidos con precisión, y  cuidar minuciosamente el ritmo narrativo.


Desde nuestro punto de vista, podemos considerar cerrada la culminación de su lenguaje cinematográfico en el año 1959, cuando realizó North by Northwest (Con la muerte en los talones) (1959), aparentemente una sencilla película de aventuras, con tantas claves simbólicas que se podría escribir una enciclopedia para analizarlas. En los años anteriores había realizado: Strangers on a Train (1951), I Confess (1953), Dial M for Murder (1954), Rear Window (1954), To Catch a Thief (1955), The Trouble With Harry (1955), The Man Who Knew Too Much (1956), The Wrong Man (1957), Vértigo (1958), The Gazebo (1959). A partir de Strangers on a Train podemos decir que había poco más que decir en asuntos de ritmo narrativo; si acaso, ofrecer alguna fórmula ingeniosa para generar "inquietud visual"... Y aún le quedaban por hacer Psycho (1960), Marnie (1964) y Frenzy (1972).


Su manera entender el ritmo narrativo es muy simple: ordenar las imágenes procurando mantener interesado al espectador. Dicho así, parece sencillo, pero... Imaginemos el comienzo de la película, con los consabidos "créditos", ¿qué hacer para que el espectador se interese mientras "pasan" los créditos? El arranque más interesante acaso sea el de North by Northwest, con una pantalla que se llena de líneas que definen trayectorias contrarias a la dirección habitual de lectura... En el siguiente plano nos ofrece una imagen más interesante o inquietante que la anterior... Y así indefinidamente hasta llegar al "the end".
Como sucedió con Velázquez, con Caravaggio o con Vermeer, sir Alfred Hitchcock  acredita ser un buen conocedor de las posibilidades perceptivas del "lenguaje visual", ahora acrecentadas por el uso del movimiento, y por ello sus películas son un magnífico compendio de recursos para generar inquietud, conseguidos mediante procedimientos de naturaleza muy variada que más tarde se han repetido ilimitadamente: reducir el campo visual (La ventana indicreta), reflejos (gafas, ventanales, etc.), movimientos a contralectura, contraposiciones visuales (Psicosis), graduación lineal de la luz, iluminación enfática, etc.





El cine en color. El cine tras la Segunda Guerra Mundial (hasta 1968)

Aunque las experiencias sobre el color vienen del siglo XIX, fue preciso esperar al año 1933, para que apareciera un sistema de reproducción útil: el Technicolor. Desde ese momento y tras unos pocos años de transición, el blanco y negro quedará relegado a fórmula expresiva utilizable en casos muy excepcionales. La primera película norteamericana en color "técnicamente aceptable" fue Becky Sharp (1935), de R. Mamoulian, pero el proceso evolutivo se interrumpió bruscamente con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y durante unos cuantos años siguieron realizándose películas con la fórmula precedente. De ese modo se materializó una peculiar fase de transición que va desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial hasta el año 1961, cuando Billy Wilder realizó One, Two, Three, todavía en blanco y negro.
La definitiva implantación del color hacia el año 1960 supuso una transformación radical de la industria cinematográfica, porque, de súbito, todas las películas rodadas en blanco y negro dejaron de ser comerciales. Sin embargo, las grandes transformaciones del fenómeno cinematográfico no fueron inducidas por este cambio sino por dos factores que es posible aislar. El primero, derivado de la progresiva trivialización del hecho cinematográfico: hacía muchos años que la gente había integrado el cine en sus formas de entretenimiento y, por supuesto, había dejado de mirar la pantalla como quienes contemplaron las películas de los hermanos Lumière. Pero además, en paralelo al período de transición antes mencionado (1950-1960) se había comenzado a implantar la televisión y con ella, la configuración de un nuevo tipo de demanda cinematográfica. Hasta entonces, el cine de gran consumo se había apoyado, ante todo, en las posibilidades narrativas de la asociación imagen sonido hasta configurar una ecuación de la que apenas habían escapado unos cuantos realizadores: cine = contar una historia, sin ninguna otra consideración. Y naturalmente, si una película sólo concita tan menguadas expectativas, la competencia de la televisión podía ser terrible, porque hasta los telediarios cuentan historias. De hecho, a finales de los años cincuenta la cifra de espectadores al cine había caído el 50 %. De los casi 90 millones de espectadores en la época de la guerra, se llegaba a tan sólo 45.
Para resolver la amenaza sólo había una "solución práctica": que el cine acentuara los elementos que le distinguían de la televisión y, sobre todo, los relacionados con el tamaño de la pantalla y, por consiguiente, con la espectacularidad potencial de esa cualidad. En el año 1953, la Twentieth Century Fox presentaba la primera película en CinemaScope. Casi de inmediato, el resto de los estudios ofrecieron sus fórmulas, algunas demasiado complejas para ser rentables: Vistavisión, Todd Ao, Panavisión, Superscope y Technirama. Y todas ellas al servicio de películas con imágenes sin objeto en el diseño narrativo general, concebidas para epatar al espectador. Algunas de ellas ofrecieron espectáculos visuales de indudables cualidades estéticas... dentro de los parámetros del siglo XIX.
Otra de las "soluciones" causó efímero furor en todo el mundo fue la "tridemensionalidad". El método consistía en superponer dos imágenes ligeramente diferentes, que debían ser contempladas con unas gafas especiales con sendos filtros de color que componían par estereoscópico. Por desgracia, el procedimiento ofrecía resultados poco espectaculares y enojosos inconvenientes (pérdida de nitidez, molestia de las gafas) y enseguida perdió interés comercial.

Para mayor desazón, aparecieron producciones europeas de calidad y planteamientos homologables a las norteamericanas y aunque se habían arbitrado medidas descaradamente proteccionistas —como prohibir el doblaje y restringir el visionado a las salas de "arte y ensayo"—, los impedimentos apenas consiguieron retrasar los efectos de una competencia cada vez más activa. Como harían los japoneses años después, los productores italianos organizaron empresas con aportaciones financieras norteamericanas y contrataron actores norteamericanos... Entre los productores que apostaron decididamente por entrar en la pelea destacan Alberto Grimaldi, que financió algunas de las mejores películas de Sergio Leone, Bertolucci, Fellini y Pasolini y Dino de Laurentis,  con una orientación más comercial y una cualidad relativamente nueva: la manera de integrar la música en el discurso narrativo, que superaba las fórmulas más frecuentes en Hollywood. Hasta entonces, aunque contaran con músicos de talento en sus nóminas, los realizadores habían prestado escasa atención a las "bandas sonoras" y apenas se habían producido unas pocas películas (que no fueran "musicales") otorgando gran relevancia a ese componente del discurso cinematográfico (Read, El tercer hombre, 1949).

A la vista de que ya era impensable recuperar las cifras de espectadores de los años cuarenta, que en el año 1960 se habían reducido a la mitad, los estudios de Hollywood decidieron ocuparse globalmente del negocio y atendieron a las estructuras de explotación. Al mismo tiempo,  ajustaron drásticamente la producción y la readaptaron a las circunstancias de la televisión. Asimismo, pusieron en práctica fórmulas de expansión destinadas a los mercados europeos, que aplicaron a los sectores de distribución...  Y todo el mundo "civilizado" se vio invadido por las producciones norteamericanas hasta tal punto que éstas se convirtieron en algo próximo e inmediato, que sustituyeron a otras formas de entretenimiento y diversión que, indirectamente, ponían en marcha múltiples mecanismos de gran alcance social. El primero, la difusión de un modelo cultural que, gracias las rígidas normas morales operativas y a la articulación maniquea, se convertirá en referencia positiva idealizada; algo así como un paradigma ejemplarizante, que hará mucho más por la caída del bloque soviético que cualquier otro tipo de propaganda o que el poder militar.


Al mismo tiempo difundirá una peculiar idea del mundo, que aceptaremos ciegamente, de modo acrítico, con todo un entramado de "símbolos" e "iconos", del más variado carácter. Los "símbolos" (mejor sería decir "paradigmas") sexuales masculinos y femeninos serán actores y actrices norteamericanos; la idea del valor será la reflejada por personajes como los representados por John Wayne o Hunphrey Bogart, con quienes, además, nos habremos identificado en múltiples aventuras. Y así sucesivamente... hasta configurar un nuevo entramado de valores culturales que se superpondrá sobre los locales, con frecuencia, hasta anularlos. El resultado será una suerte de  "alienación cultural" que, a su vez, devendrá formidable instrumento de convergencia, muy sensible en nuestros días Si hace treinta años hubiéramos preguntado a un joven español cuáles eran sus mitos nos habría hablado de El Cid, de Viriato, acaso de Hércules o Ulises. Desde hace años, hablaría de Indiana Jones, de Rambo, de Arnold Schwarzenegger... de Tarantino, de di Caprio... Seguramente los viejos modelos míticos eran absurdos, pero los nuevos...

En una línea comparable, el universo cinematográfico establecerá ciertos criterios de "apreciación" (valoración) que se trasladarán al universo estético... sencillamente porque con la implantación del cine habían cambiado hasta las referencias más elementales de ese universo y, entre ellas, la idea misma de "realidad". Lo recogió Kubrick en La naranja mecánica (1971), poniéndolo en boca de Alex: "Es curioso que los colores del mundo real sólo parecen verdaderos cuando los 'videamos' en una pantalla"      


Entre lo más destacado de esta época, debemos citar a John Huston, en cuya dilatada filmografía destacan películas de puro y simple entretenimiento junto a otras más interesantes como Moby Dick (1956), La noche de la iguana (1964) y El hombre que pudo reinar (1975).
También hay que citar para este período a Billy Wilder, especialista en comedias agridulces y heterodoxas, deudor de Mitchell Leissen y Ernst Lubitsch, entre las que destacan El apartamento (1960), Bésame, tonto (1964) y algunas de las últimas y menos celebradas por la crítica como Avanti (1972) (guiño al cine italiano de la época) y Primera página (1974). También a Joseph L. Mankiewicz, especializado en llevar a la pantalla obras teatrales o relatos de gran calidad literaria.
Acaso uno de los directores más relevantes del período sea William Wyler, que ya había acreditado maestría en la época anterior (La loba, 1941, Cumbres borrascosas, 1939, Jezabel, 1938) firmó algunas de las mejores películas de esos años: La calumnia (1961), Vacaciones en Roma (1953), etc.

Durante los últimos años de este período fueron apareciendo películas de ciertas pretensiones comerciales, que recuperaban la línea crítica asociada a las corrientes progresistas anteriores a la caza de brujas. Entre las más conocidas: La Jauría humana, de Arthur Penn (1966), El graduado de Mike Nichols (1967), que incluía imágenes subliminales, seguramente, con un sentido comparable al empleado por Eisenstein en Octubre, La jauría humana...






La reacción de los cineastas no norteamericanos hasta el año 1968. El neorealismo italiano y sus secuelas.

Los años posteriores al final de la Segunda Guerra mundial fueron especialmente prolíficos en algunas áreas europeas. Concretamente, Francia intentará dar continuidad a los viejos valores e Italia acometerá el empeño de construir una nueva estructura a imagen y semejanza de la norteamericana, pero sin los condicionantes ideológicos que tanto habían pesado allí y, por supuesto, con las limitaciones propias de una sociedad no demasiado rica y en crisis permanente. Fruto de ello surgieron varias corrientes que, en términos creativos, serán responsables de un cambio radical en la situación del cine como fenómeno expresivo, aunque su entidad en el terreno comercial, es decir, en el del consumo masivo, fuera discreto.
El término "neorealismo" fue utilizado por primera vez hacia el año 1943, para aplicarla a la película Ossessione, de Luchino Visconti, cuyo planteamiento se alejaba radicalmente de las fórmulas grandilocuentes características del cine fascista. La línea sería desarrollada poco después por Vittorio de Sica (I bambini ci guardano, de 1942) y por Roberto Rossellini (Roma, città aperta, de 1945). Sin embargo, la película emblemática del movimiento no será estrenada hasta el año 49, en plena crisis de postguerra: Ladri di biciclette (1949), de Vittorio de Sica, película formulada desde la doctrina social de la Iglesia.


Lo más característico de esta corriente (el uso de recursos sumarios y temáticas comunes, por lo general de la clase trabajadora) no era nuevo: ya lo habían hecho los primeros cineastas japoneses; aunque es difícil establecer entre ambas líneas corrientes de influencia directa. La práctica totalidad del cine italiano de cierta entidad realizado a partir de esta época tendrá relación con las fórmulas neorealistas. Lógicamente, no todas las películas se hicieron siguiendo la doctrina social de la Iglesia, y de ahí, que se hable de un "neorealismo progresista" y de un "neorealismo conservador" (de Sica). De la primera corriente surgirán los cineastas de mayor proyeción (Visconti, Fellini, Rossi, Pasolini, Bertolucci, Antonioni); la segunda enseguida derivó hacia la comedia costumbrista de matices rosáceos...  
En general, los neorrealistas "de izquierdas", que eventualmente apostaron por películas de fuerte sentido político, evolucionaron hacia fórmulas de expresión personal que, poco a poco, irán alejándose de del compromiso social inicial. En contrapartida, esta línea evolutiva ofrece uno de los conjuntos más relevantes desde el punto de vista creativo. Visconti planteará un tipo de cine especialmente receptivo a las aportaciones procedentes de otras corrientes expresivas (literatura, poesía, música, pintura). Sus películas son obras de integración estética que, de hecho, podrían interpretarse como una "modalidad teatral" compuesta mediante criterios comparables a la pintura del siglo XIX. Las películas más logradas [El inocente (1976), Muerte en Venecia (1971), El Gatopardo (1963) y La caída de los dioses (1969)] son festivales de imaginería pictórica trasladados a la pantalla


Algo parecido sucede con el cine de Bertolucci, quizás más próximo a los recursos propios de la novela, sin olvidar el componente visual, aún más espectacular. Algunas de sus películas son paradigmas de reflexión analítica sobre asuntos de interés universal: El último tango en París (1973) afronta los problemas planteados desde el existencialismo; Novecento (1977) y El último emperador (1987) son sendos espectáculos de reconstrucción histórica declinados hacia las grandes preocupaciones de la condición humana; El conformista (1971), además de ser un alarde de montaje, es una reflexión sobre las razones que pueden "explicar" la alineación bajo el fascismo.

Fellini es un caso de gran interés desde el punto de vista creativo, tanto por el repertorio de formas y propuestas estéticas volcadas hacia la expresividad forzada (el esperpento), el universo onírico y la fantasía, como por la construcción de entramados significantes de gran complejidad, que atiende a las obras de El Dante, Petronio, Benedetto Croce, Lorca, Rudolf Steiner, etc. Y todo ello aderezado por una ambientación musical característica (Nino Rota) el testimonio de su propia vida que emplea como un componente morfológico fundamental: su esposa en la vida real (Giulietta Masina) interpreta personajes que son reflejo de ella misma; su amante (Sandra Milo), asimismo, se coloca en papeles de "amante" y hasta el propio Fellini se interpreta a sí mismo...  Cine y realidad se interrelacionan de mil maneras para otorgar a la obra una dimensión que trasciende el puro y simple espectáculo. De acuerdo con ello, casi todas sus películas permiten diferentes "niveles" de interpretación que suponen un conjunto rico en sugerencias y factores de reflexión. Las más interesantes: La Dolce Vita (1960), Ocho y medio (1963), Giulietta de los espíritus (1965), El Satiricón (1970), Amarcord (1974).


El neorrealismo italiano influyó directa o indirectamente en toda Europa y, en especial, en España, desde la vertiente conservadora de Vittorio de Sica, que aquí se matizó con los tintes casticistas que hallamos, por ejemplo, en las primeras películas de Bardem y Berlanga, cuyos sentidos fueron forzados a posteriori para justificar una alineación ideológica que hubiera sido imposible en la época de Franco.  La única película de manifiesto trasfondo "progresista" —con muchos matices— que se realizó en España entre 1939 y 1961 fue Viridiana (1961), de Buñuel.

El neorrealismo se desarrolló en paralelo a una corriente británica de planteamientos y preocupaciones sociales muy similares que arrancó con cierto retraso, debido a las tradicionales vinculaciones con los modelos norteamericanos, que propiciaron la aparición de un tipo de cine perfectamente homologable a aquellos, entre cuyos directores destaca la figura de sir Alfred Hitchcock, que dirigió su primera película en el año 1923 (Woman to Woman). Sin embargo, el realismo británico se aleja radicalmente de las fórmulas comerciales norteamericanas tomando partido por unos planteamientos argumentales en los que, por lo general, se eluden las fórmulas maniqueas y la excesiva preponderancia de los personajes protagonistas. Es un cine visualmente "correcto" con tendencia "coral", de la que no escapa ni el propio Hitchcock, dotado de cierto sentido del humor, que ha resistido el paso del tiempo mejor que algunas películas italianas. Entre los mejores realizadores están Jack Clayton (Un lugar en la cumbre, 1959), Tony Richardson (Sabor a miel, 1962) y Karel Reisz (Sábado noche, domingo mañana, 1960). Desde ellos es fácil comprender la obra de Ken Loach, decididamente inclinada hacia el compromiso social, en la que se sacrifica el componente cinematográfico en aras de un discurso pretendidamente "realista" de corte testimonial.
Una corriente inglesa de especial interés es aquella que se centra en mantener la vinculación entre cine y teatro y, sobre todo, en llevar a la pantalla las obras de W. Shakespeare. En esa línea dependen dos actores-directores que participaron en las dos series más estimables realizadas en los años 1946 y 1957, a cargo de Laurence Olivier y desde 1989, con el empeño de Kenneth Branagh.

En este período también debemos incluir a Igmar Bergman, con sus propuestas de profundo trasfondo existencial, que tendrá enorme éxito en los ambientes "progresistas" occidentales (europeos y norteamericanos), especialmente proclives a entender el cine en claves "simbólicas". Desde El séptimo sello (1956) hasta Gritos y susurros (1972) hay un amplio y complejo proceso que va desde el tratamiento de cuestiones universales al planteamiento de asuntos mucho más específicos, casi siempre intentando otorgar a la imagen unas posibilidades "simbólicas" no siempre operativas. Cualquiera que sea el juicio que nos merezcan sus películas para cine o televisión, debe ser destacada la fotografía, siempre cuidadísima.




El cine japonés de la posguerra.

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, las autoridades norteamericanas destruyeron la mitad de las películas japonesas realizadas durante los años precedentes, y promulgaron medidas de fuerte tutelaje. En sintonía con el rigor aplicado en USA, dictaron normas para limitar las películas de samuráis, establecieron la censura previa de los guiones, fomentaron el rodaje de películas pacifistas y sugirieron líneas de creación en sintonía con los valores democráticos...


Paradójicamente, los realizadores de la época anterior realizaron en esta época algunas de sus mejores películas. Concretamente, Yasujiro Ozu, que había realizado unas cuantas películas en la línea "realista", rodó otras centradas en la pérdida de identidad cultural ocasionada por la derrota militar y en las consecuencias culturales del desarrollo tecnológico. Su peculiar estilo de cámara baja, escasos movimientos, escenarios ortogonales y extraordinaria depuración formal, convierte sus obras en referentes de reflexión que, lógicamente, se apoyan casi exclusivamente en el guión, convertido, de hecho, en un texto teatral. Con él como con ningún otro adquiere sentido la idea de "teatro enlatado" que en Japón gravitó sobre el cine durante la primera mitad del siglo XX.
Algo parecido sucede con Kenji Mizoguchi, realizador especializado los problemas de las mujeres.  Se distingue de Ozu por dotar mayor agilidad a la cámara, pero, sobre todo, por acentuar las posibilidades significantes y motivadoras de la interpretación. Para ello articula las tomas, no como es habitual en el cine occidental, desde la conveniencia impuesta por la linealidad narrativa, sino desde la capacidad declamatoria del actor. En suma, su estrategia es muy parecida a la que empleó Orson Welles en Macbet (1948) o a la de Ophüls, pero con una orientación expresiva infinitamente más matizada. Sus películas más recomendables: La princesa Yang Kwei Fei (1955), El superintendente Sansho (1954) y La mujer crucificada (1954).
El director más interesante de la época es Akira Kurosawa, que algunos juzgan como el más receptivo a las indicaciones norteamericanas. Las películas que Kurosawa realizó en este período responden a los planeamientos generales mencionados, pero, sobre todo, a la pretensión de emplear el medio cinematográfico como soporte para fundir las tradiciones japonesas, las aportaciones más importantes de la literatura occidental y las preocupaciones expresivas del momento. Al frente de todas sus películas está su primera gran obra: Rashomon (1950), con la que ganó el festival de Venecia y que algunos críticos de la Nouvelle Vague juzgaron de escasa entidad en el pasado, pero que hoy se presenta como un monumento cinematográfico de síntesis entre las culturas occidentales y las orientales. La película fundió dos relatos de Ryunosuke Akutagawa: "Yabu no Naka" y la "Rashomon" (1915) para montar una interesante reflexión sobre la "verdad" (sobre la percepción de la realidad).



Especialmente curiosas e interesantes son las películas en que Kurosawa conectaba con Shakespeare: Trono de sangre (Macbeth, 1957) y Ran (El rey Lear, 1985). En todos los casos, son películas monumentales... con un sentido del ritmo "peculiar", que supone la negación de esa cualidad tal y como la ha consagrado la práctica comercial norteamericana. Son películas que, como es habitual en el cine japonés "serio" de estos años, tienen por objeto fomentar las reflexiones del espectador, en lugar de apuntar hacia los mecanismos automáticos (percepción visual), pero que no juegan con la "sugerencia emotiva", como es habitual en los cineastas de la Nouvelle Vague, sino con la acumulación (saturación, en ocasiones) de "sugerencias significantes". En todo caso, es propio del cine de Kurosawa, como del resto de los  cineastas japoneses más conocidos, concebir la imagen con un cuidado que sería anómalo en Europa o en Hollywood y con el uso de estructuras compositivas derivadas de la concepción pictórica tradicional.
El período también contempló la pugna entre los laboratorios japoneses, y la industria norteamericana. Keisuke Kinoshita rodó en 1951 una de las primeras películas en color (Carmen regresa a casa, 1951) con película Fuji (Fujicolor). Teinosuke Kinugasa prefirió Eastmancolor para rodar La puerta del infierno (1953); Umeda Inoune, por su parte, recurrió a la industria propia (Konicolor) en Más allá del verdor (1955). Y aunque en otros territorios de los recursos técnicos, fue imponiéndose la industria nipona, en éste ganaron los norteamericanos por goleada...
Otras películas de interés del período: Hiroshima (1953), de Hideo Sekigawa; El hombre de Rishaw y Los tres tesoros (1959), de Hiroshi Inagaki, construida a partir de relatos míticos tradicionales, con los efectos especiales propios de las películas "de monstruos gigantes", que proliferaron a partir de esta época y culminaron en el Gozila. De Kon Ichikawa, El arpa birmana (1956), Pasión extraña (1959); este realizador recurre con frecuencia al inserto de dibujos animados, abriendo una fórmula que se empleará con cierta frecuencia en Hollywood y que ha recuperado Tarantino en Kill Bill.




La nouvelle vague (The New Wave).

Por su repercusión en todos los terrenos, merece una atención especial lo que sucedió en Francia durante los años 50 y 60. La iniciativa partió de André Bazin y Jacques Doniol Valcroze, que aglutinaron en torno a La Revue du Cinéma, a un conjunto de teóricos y jóvenes realizadores preocupados por dar una respuesta contundente al cine norteamericano. Puesto que era impensable dar la batalla en el terreno de la taquilla, sólo quedaba intentarlo en el de la crítica especializada y, por consiguiente, en el de las elites culturales. En el año 1947 cambiaron el nombre de la revista que, desde entonces, se llamó Cahiers du Cinéma y, contando con un colectivo integrado por Jean Luc Godard, François Truffaut, Claude Chabrol, Eric Rohmer, y Jacques Rivette, se lanzaron a la aventura...


El resultado: una revista que, poco a poco, se transformó en el foro más influyente del mundo en asuntos de teoría cinematográfica y una colección de películas, de entidad irregular, siempre de bajo presupuesto, que ilustraban, de modo más o menos implícito, los debates desarrollados en las páginas de la revista. Y entre ellos: hasta dónde llegaba la aportación creativa del director; qué debía prevalecer si el diseño de la película o el montaje; qué posibilidades tenía la imagen para transmitir información o valoraciones ajenas al desarrollo del guión; etc. En suma, había nacido un gran foro público sobre teoría y práctica cinematográficas.
Con la perspectiva que facilitan los años, cabe sintetizar la aportación de Cahiers du Cinéma en los siguientes aspectos:
1. Afrontar cualquier análisis cinematográfico supone pasar por las páginas de dicha revista, porque sus redactores sistematizaron un "corpus teórico" que condicionó decisivamente el desarrollo de casi todo el cine europeo y también del norteamericano "independiente".
2. Establecimiento de unos modelos "para académicos" volcados hacia las referencias poéticas y las posibilidades sugerentes de la imagen.


3. Promocionaron una colección de películas de calidad muy irregular, pero casi siempre de cierto interés. Entre las más conocidas de Truffaut: Los cuatrocientos golpes (1959), Jules et Jim (1961), Farenheit 451 (1966), El pequeño salvaje (1970). De Resnais, Hirosima, mi amor (1959) y El año pasado en Marienbad (1961). De Jean Luc Godard, Al final de la escapada (1959), Vivre sa vie (1962), Masculin fémenin (1966), Week End (1968), Todo va bien (1972), Prénom: Carmen (1983). El director más interesante: Eric Rohmer.
4. Lo más positivo: el intento de ofrecer una alternativa a la hegemonía norteamericana, que se materializó al margen de esta corriente, pero que siempre la tuvo como referencia. En esa línea, se consolidó la idea del "cine de autor" con un carácter que triunfará también en USA. Desde este momento se interpretará que el autor de una película debe ser el director, que debe aportar "la fuerza creativa dominante en la fabricación de una película".
5. Lo más negativo: que ha funcionado como recurso justificador de actitudes "cultistas" y para facilitar la existencia de realizadores mediocres que se han amparado en el prestigio teórico de estas ideas para justificar un cine demasiado elitista, realizado a costa del contribuyente.



El cine norteamericano entre 1968 y 1989


Hablando de las artes plásticas convencionales, apenas es necesario mencionar lo que sucedió en todo el mundo durante el año 1968, pero hablando de cine, sería inconcebible no hacerlo, porque esa fecha marcó un importantísimo punto de inflexión en el desarrollo histórico que dejó huella en la producción cinematográfica de todo el mundo, al menos, hasta la caída del muro de Berlín (1989). Fueron tiempos en los que se pusieron sobre la mesa dos circunstancias de especial trascendencia:
a) Los límites de la hegemonía norteamericana política y militar quedarán al descubierto en un país subdesarrollado del sudeste asiático.
b) Una vez que aparecieron las primeras respuestas radicales al "socialismo real", el poder del bloque soviético dejaba de ser un modelo atractivo para las clases trabajadoras de Europa, cada vez más "aburguesadas" en la "sociedad del bienestar". En definitiva, era obvio que la polaridad entre USA y URSS, al menos en la vertiente social, tenía los días contados. Y también era obvio que la alternativa al sistema democrático no estaría en la acera de enfrente, sino en su propia reformulación.
Fruto de todo ello nacerá una situación que alterará el estatus nacido con el desenlace de la Segunda Guerra Mundial y se hará patente en todos los territorios de la acción humana. Surgirá así una nueva mentalidad que se manifestará tanto en el cine como en la música o en literatura. El resultado será un conjunto de obras de excepcional interés, entre las que destacarán, por su alcance social, las cinematográficas.



En ese ambiente general, la industria cinematográfica norteamericana, aún muy condicionada por la crisis de los años cincuenta y sesenta, se vio condenada a entrar en el juego financiero global y fruto de ese cambio, las productoras, ahora controladas desde Wall Sreet, insistieron en las fórmulas de rentabilidad contrastada (violencia, sexo light, catástrofes, ciencia ficción, montajes espectaculares, etc.), por fortuna, sin excluir el cine de calidad, que triunfaba en Europa. Y en esta última línea hicieron lo que siempre habían hecho: emplear el talonario para fichar a los mejores directores europeos...


Una de las películas que podemos emplear para caracterizar el período es Easy Rider (1969), de Denis Hopper, con mayor proyección en los ambientes "indies" y "moteros" de la que tuvo en el desarrollo de la industria y de la narrativa fílmica. La mayor parte de los recursos empleados (sobre todo, los de la secuencia del cementerio) ya se habían utilizado antes mil veces, algunos, incluso, desde la época de Vertov. Y tampoco fue demasiado novedoso el argumento, orientado hacia una crítica radical, escasamente justificada, de la "América profunda", que ya se había convertido en lugar común desde unos años antes.

Paradójicamente, uno de los directores norteamericanos más interesantes, Stanley Kubrick, que había hecho sus primeras películas en la fase anterior (Atraco perfecto, 1956, Senderos de gloria, 1957 y Espartaco, 1960), llegaba a la conclusión de que para poder trabajar libremente necesitaba escapar de las estructuras industriales norteamericanas, y ponía rumbo a Inglaterra, donde comenzó a rodar gestionando él mismo los medios financieros.
De la contemplación de la filmografía de Kubrick podemos deducir que la realización cinematográfica, por su propia naturaleza, impone prestar gran atención a las cualidades formales, no sólo para afrontar el problema del ritmo narrativo. También que el cine, como la literatura, en su naturaleza de espectáculo público, ha de tener tantas posibilidades de "lectura" como las que impone la heterogeneidad del colectivo que asiste a una sala de proyección. Para ello es necesario acentuar la estructura argumental y articular la narración de manera que en ella estén todas las claves de interpretación.


Acaso el ejemplo más significativo de esta concepción esté en la inagotable A Clockwork Orange. Además del "anecdótico" periplo personal de Alex, La naranja comprende una reflexión sobre el triángulo determinado por la violencia, el sexo y el arte, una crítica feroz de las secuelas de las propuestas psicológicas de Paulov y del conductismo norteamericano, una crítica matizada de la religiosidad institucionalizada, una mofa del "orden militar", por supuesto, una crítica radical del sistema democrático, etc. Y lo que aún es más importante: todas esas cuestiones siempre están aderezadas por la complicidad activa o pasiva de los espectadores, convenientemente "manipulados" con el auxilio de los recursos propios del medio cinematográfico, para que se enfrente a la tesis que le propone el director.


Naturalmente en relación a dicha concreción argumental, que se ha catalogado como "cine de tesis", existe una excepción sobresaliente en 2001, concebida para proponer al espectador una reflexión sobre los asuntos descritos, en un ambiente visual excepcionalmente cuidado, "aderezado" con las ambientaciones musicales que ya se habían convertido en un rasgo específico de su estilo narrativo. 
Seguramente porque había dejado el listón a mucha altura, sus tres últimas películas determinan un conjunto en apariencia agrisado que, sin embargo, desaparece en cuanto las analizamos. Barry Lyndon (1975) es una reflexión sobre las posibilidades de un hombre en la trama clasista del siglo XVIII, realizado apoyándose en una fotografía de excepcional calidad, que compite con las referencias pictóricas de las que parte.
El resplandor, que para unos es una "película gótica" o un "simple" ejercicio de "estilo", cambia de carácter cuando la examinamos en relación a su obra póstuma  y aparece como una reflexión sobre los diferentes "niveles de realidad"  naturalmente, de "realidad subjetiva"  que, con cierta autonomía, cohabitan en el interior de la mente humana. Con La chaqueta metálica recupera el asunto de "la guerra", para culminar en una valoración crítica de la aportación norteamericana al acervo cultural global: "Este mundo es una puta mierda, sí, pero estoy vivo y no tengo miedo", dice el protagonista poco antes de que los soldados se marchen la canción de Mickey Mouse.
Y, por fin, Eyes wide shut, que parece ser una obra en la línea de El resplandor, pero desarrollada sobre un relato de Arthur Schnitzler, que describe el "viaje simbólico" de un médico al inconsciente de su esposa.


Por fortuna, el caso de Kubrick no fue único. Durante el período mencionado, en el cine norteamericano aparecieron varios directores que, más condicionados por la estructura industrial norteamericana, realizaron obras de gran calidad. 
El primero que debemos mencionar en este epígrafe es Briam de Palma, cuya filmografía ofrece unos mínimos de calidad que le sitúan cerca de Alfred Hitchcock. El segundo es un fichaje de talonario: Milos Forman es otro director de producción irregular que en USA ha firmado dos espléndidas películas como Alguien voló sobre el nido del cuco (1975) y Amadeus (1984) y otra más que, para algunos fue indicio de decadencia y para otros, película magnífica, equiparable a la otra más famosa de Frears (Amistades peligrosas, 1988) sobre el mismo asunto: Valmont (1989).  Junto a ellos: John Sayles, John Cassavetes, Arthur Penn, Robert Altman... Martin Scorsese, Woody Allen,... Francis Ford Coppola, Spielberg, Ridley Scott, Oliver Stone, Tim Burton... Ruego clemencia por no enfatizar sus producciones, ampliamente difundidas durante el pasado inmediato y en la actualidad, porque cada uno de ellos requeriría un epígrafe y este trabajo tiene un alcance muy limitado.


Desde nuestros objetivos estéticos también merece una mención, siquiera tangencia, David Lynch, que en el año 1978 estrenaba Cabeza borradora y marcaba un camino de gran influencia posterior en los ambientes posmodernos. Lo mejor: algunas secuencias de sus películas más celebradas; lo peor: su tendencia a despreocuparse de las servidumbres más elementales de la comunicación.



El resto del cine europeo entre 1968 y 1989.

Ya hemos mencionado el desarrollo que, durante estos años, tuvieron los grandes realizadores italianos. A ellos habría que unir la aparición de un cierto auge en corrientes como la británica, siempre cerca de Hollywood pero con sus propias peculiaridades, o la alemana. Hablando en términos estéticos, en el cine inglés reciente destaca Peter Greenaway, creador polifacético, que ha realizado unas cuantas películas de planteamientos acaso excesivamente alambicadas, complejas de ver y de muy difícil explotación comercial, que se justifican por el indudable cuidado que presta a la puesta en escena y, en general, a los planteamientos estéticos implícitos. Lo mejor: El contrato del dibujante (1982).  El resto son propuestas de reflexión interesantes que sólo podemos comprender  si conocemos los códigos significantes utilizados por su autor.


Algunos hablan de "escuela alemana" para agrupar la producción de dos cineastas de planteamientos muy distintos, aunque de raíz expresionista común: Win Wenders y Werner Herzog. Mientras el primero parte de fórmulas afines al intimismo de la Nouvella Vague, el segundo propone una línea personalísima, difícil de etiquetar, de orientación mucho más literaria Las más conocidas de Wenders son: El amigo americano (1976), París, Texas (1984) y Cielo sobre Berlín (1987). Las de Herzog: Fata Morgana (1969), Aguirre o la cólera de Dios (1972) y El enigma de Kaspar Huser (1975).


La "escuela alemana" culminaría en la figura de Rainer Werner Fassbinder, que realizó una estimable colección de películas de argumento complejo y, con frecuencia, de tintes morbosos, asimismo difíciles de ver fuera de los conductos especializados, en donde suelen ser "material recurrente". Las más conocidas: Las amargas lágrimas de Petra von Kant (1972), Todos nos llamamos Alí (1973), El matrimonio de María Braun (1979), Lili Marlen (1980), Querelle (1982). Merece la pena conocerlo, aunque sólo sea para contextualizar la obra de Almodóvar.



Y aún deberíamos hablar del cine soviético, conocido irregularmente en Occidente por razones obvias. Pero a pesar del filtro impuesto, en Europa pudieron conocerse algunos directores con proyección irregular; entre los de mayor repercusión en Occidente, está Sergéi Paradzhánov, que puede incluirse entre los precursores de ciertas corrientes de vídeo-arte. Partiendo de un realismo muy vinculado al magisterio de Vertov, desembarcó en posturas decididamente inclinadas hacia la experimentación estética (El color de las granadas 1968) que no le valieron, precisamente, la aprobación de las autoridades soviéticas.
También destaca Andrey Tarkovsky, que realizó un par de películas míticas: Andrei Rublev (1966) y Solaris (1972). En la primera se plantea el problema de la responsabilidad política de los creadores  (Andrei Rublev fue un pintor del siglo XV) y en la segunda una reflexión sobre la naturaleza humana que, para algunos, ofrece réplica a las películas de Kubrick, y se apoya en la capacidad que tiene la imagen para sugerir reflexiones de gran complejidad.  En ambas destaca una fotografía cuidadísima, no siempre ajustada a las servidumbres elementales del lenguaje cinematográfico. Con posterioridad, también se alejó de los dictados soviéticos para empeñarse en una cruzada idealista, desde la que realizó, ya fuera de la URSS, Nostalghia (1983) y Sacrificio (1986).


A medida que el nuevo estado ruso va integrándose en las estructuras comerciales occidentales, vamos conociendo lo que se realizó allí cuando era inimaginable que las salas de exhibición europeas estrenaran productos tan exóticos. Hoy sabemos que varios directores realizaron obras de excepcional calidad visual, aunque sus respectivos guiones estuvieran condicionados por las directrices "del partido". Y aún así, entre lo poco que ha llegado hasta hoy en formato DVD, se puede hablar de unas cuantas obras de excepcional calidad como Cuando pasan las cigüeñas, de Mujail Kalatazov (1957) o Moscú no cree en lágrimas, de Vladimir V. Menshov, (1979) o la monumental Pasen y vean, de Elem Klimov (1985), en muchos aspectos, réplica frente a La infancia de Iván, de Tarkovsky (1962). A medida que se vayan conociendo más películas, seguramente deberemos ajustar nuestra ideas sobre la evolución global den cine...




La reacción japonesa a la expansión de la televisión (1960 1980) y la ofensiva financiera (posterior a 1980)

La crisis forzada la televisión tuvo en Japón una repercusión comparable a la europea, porque también allí se dejaron sentir las iniciativas aniquiladoras que, desde la distribución y la exhibición, propuso la industria norteamericana. Sin embargo, los japoneses no se encogieron y respondieron con mayor agresividad comercial. Intentando responder a la demanda europea, surgió una "Nueva ola" paralela a la francesa, que tal vez no fuera sino simple estrategia comercial.  Una de las películas claves de este intento es La mujer en la arena (1960), de Iroshi Teshigahara, relato alegórico sobre la naturaleza del hombre, orientado hacia lo sugerente, que podemos considerar entre lo más cercano a las propuestas de la Nouvelle Vague.
Esa iniciativa fue patrocinada por la productora Shochiku que se esforzó por presentar obras de tipo afín a las francesas pero con una calidad visual infinitamente superior, Acaso por evitar paradojas incómodas, en los años posteriores reforzaron la mimesis con películas de factura más simple...


Otra de las fórmulas que empleó la industria japonesa para hacer frente a la crisis pasó por el desarrollo del cine erótico en todas sus vertientes, pasando, incluso, por la animación. La película de referencia es Cleopatra (1970), de Osamu Tezuka, pero las más conocidas son las de Nagisa Oshima El imperio de las pasiones y El imperio de los sentidos, 1975, ambas de similar concepción argumental, en una línea recuperada por Verhoeven en Instinto Básico (1992).
En esa misma línea argumental, Kaneto Shindo rodó Onibaba (1964), apoyándose en las posibilidades expresivas del blanco y negro, conocidas desde Murnau, con una fotografía extremadamente cuidada. Combinando esos factores junto con los elementos propios de la tradición cultural japonesa, surge una película espectacular y desconcertante, que anticipa otras como The Ring (1998), de Hideo Nakata, en la línea del, para algunos, interesante "horror japonés".
Al mismo período pertenecen Susumu Hani: Malos chicos, 1960 (rodada en blanco y negro, 16mm y con actores no profesionales); Kobayashi: Harakiri (1963), Rebelión (1966) y La taberna del infierno (1968). Y, por supuesto, Dersu Uzala (1975), de Kurosawa, realizada con dinero soviético.
 Pero lo más relevante de los años recientes se manifestó con un giro radical de la industria japonesa, que encontró en los dibujos animados un territorio idóneo para sus posibilidades y par la generación de una nueva forma de entender el cine desde el territorio financiero que acabará imponiéndose en todo el mundo: la llamada "explotación vertical", que contemplará todas las posibilidades imaginables de comercialización, además de las tradicionales, desde los cedes hasta los videojuegos y las explotaciones corporativas. Y las iniciativas no se detuvieron en ese terreno.


Poco después de que Akira Kurosawa buscara dinero en Europa para rodar Ran (1985),  Sony adquiría la división discográfica de la CBS (1987) y enseguida ofrecía 3.400 millones de dólares a Coca Cola por la Columbia Pictures. Desde entonces, con alguna irregularidad, el proceso ha seguido de forma imparable pasando por la adquisición de Tri Star y por el reciente intento por adquirir la MGM mediante recursos aportados por algunas de las empresas fabricantes de objetos electrónicos de consumo (Toshiba, Pionner, etc.)
En ese contexto es fácil imaginar un futuro de progresiva convergencia entre las tradiciones cinematográficas norteamericanas y japonesas, que ya anticipan los cineastas más modernos, impregnados de fuerte personalidad en el tratamiento de la violencia. En esa línea podemos situar a Takeshi Kitano, acreditado entre los amantes de la violencia que, sin embargo, también ha realizado alguna película como Muñecas (Dolls), 2002, de cierto interés estético, recuperando una idea que había empleado Masahiro Shinoda en 1969, cuando rodó Suicidio doble, recurriendo a las posibilidades del teatro bunraku (de marionetas). Kitano empleará la idea como recurso polisémico para proponer una reflexión sobre los errores de amor.
Otras películas interesantes de estos años son: Fénix, de Kon Ichikawa (1978) y Feliz Navidad, Mr. Lawrence (1983), de Oshima. En la primera, que recupera el "tema" medieval, en una producción salteada de insertos con dibujos animados y situaciones que acaso inspiraran a Coppola, cuyo interés por el cine japonés ha sido manifiesto: en Fénix hay varias situaciones que pudieron inspirar el sacrificio del "cebú" que aparece en Apocalypse Now (1979).


El cine norteamericano posterior al año 1989

Los últimos años han estado marcados por el desarrollo exponencial de los medios informáticos, que se han hecho notar tanto en la producción como en la posproducción, hasta desembocar en la situación actual desde la que es fácil prever para un futuro muy próximo la accesibilidad universal al medio cinematográfico.
En lo comercial, se ha manifestado un cambio cuantitativo importante: cada vez se emplea más dinero en la promoción, sobre todo, cuando las películas se conciben para el gran consumo. Promociones con campañas de saturación y lanzamiento en muchas salas a la vez garantizan la rentabilidad de una película, incluso, con críticas muy desfavorables.
A pesar de la tendencia dominante, aún existen realizadores que ofrecen películas interesantes desde el punto de vista formal o del planteamiento global. Los hermanos Coen nos han ofrecido un buen conjunto con varios puntos sobresalientes: Muerte entre las flores (1990), Fargo (1996), El hombre que nunca estuvo allí (2001)...



David Fincher, acreditando un excepcional manejo del ritmo narrativo, ha rodado unas cuantas películas entre las que destacan Seven (1995), El Club de la lucha (1999) y El curioso caso de Benjamin Buton (2008), todas ellas sin grandes alardes argumentales pero de muy buena factura visual.
Desde planteamientos existenciales cínicos y mirando al poderoso mercado de los consumidores adolescentes, Tarantino ha realizado un grupo irregular en el que destaca Pulp Fiction (1994), con estructura cíclica, que recuerda La ronda (1950) de Ophüls y coincide con la de Before the Rain (Macedonia, Francia y Reino Unido, 1994), de Milcho Manchevski, realizada durante el mismo año (¡Qué coincidencia!). 
También tiene interés el irregular Verhoeven, que realizó varias obras de indigno olvido y alguna otra más interesante como Instinto básico (1992), que recupera el problema determinado entre la vida y la sexualidad con un planteamiento rítmico y formal en la línea de sir Alfred Hitchcock. Por fortuna, con El libro negro (2006), producida en Europa, nos ha dejado una película perfectamente diseñada en su su estructura rítmica, con un argumento que supone cierta maduración de sus preocupaciones tradicionales.


Mucho más regular es el británico Sam Mendes, que ha seleccionado cuidadosamente sus proyectos... Nos sorprendió con American Beauty (1999), una película que define magníficamente la equidistancia entre el gusto del público y la calidad estética.  Con planteamientos afines ha realizado Camino a la perdición (2002), Jarhead (2005), muy relacionada con S. Kubrick y Revolutionary Road (2008), sencillamente magnífica. Su última película, Con El mejor lugar en el mundo (2009), ha reducido considerablemente los patrones de calidad empleados con anterioridad.



Durante los últimos años se han realizado muchas películas de  interés en el terreno formal, al amparo de la miniaturización de las cámaras y de unos efectos especiales cada vez más espectaculares y asequibles, incluso, con medios no excesivamente costosos. Entre lo más relevante en esta línea, merecen ser destacados Aranofsky (Requiem por un sueño, 2000), Linklater (Waking Life, 2001) y algunos otros directores comercialmente marginales, que están empleando al límite las posibilidades de los nuevos medios o recuperando planteamientos literarios de calidad. La línea de Linklater, empleando argumento posmoderno e imágenes transformadas digitalmente en la postproducción, establece una de las corrientes con mayores posibilidades de innovación formal, que ya se está explotando en el territorio del entretenimiento (Sin City).
Avatar, recuperando un problema antiguo (visión 3d), ha definido un punto de evolución que el tiempo juzgará si ha sido oportuno o no...




También tiene interés la obra de un cineasta de vida efímera, Anthony Minghella, inglés que trabajó en USA, donde realizó sus películas más estimables: El paciente inglés (1996) y el talento de Mr Ripley (1999), ambas construidas desde historias interesantes, con imagen bastante cuidada.
Clint Eastwood se ha distinguido por un dominio magistral de la narración cinematográfica y por realizar unas cuantas películas de notable calidad  con un inconveniente para considerarlas excepcionales: la escasa atención en el cuidado de la imagen. Lástima... En todo caso, algunas de ellas merecen especial atención: Mystic River (2003) y Million Dollar Bay (2004)
En una línea comparable, pero con guiones de contenidos repetitivos (salvo excepciones), W. Allen ha continuado haciendo películas de cualidades diversas, entre las que destacan Mach Point (2005) y Balas sobre Brodway (1994).
Diferente es el caso de B. de Palma, en su línea irregular consabida, nos ha ofrecido una interesantísima película, descaradamente boicoteada: Redacted (2007). Es un alegato antibelicista centrado en la ocupación de Irak, confeccionado aprovechando las posibilidades de los nuevos medios de grabación...
Terrence Malick es un director de escasa producción, que comenzó a rodar en los años setenta y continúa en activo. Sus películas más interesantes: Días del cielo (1978) y La delgada Línea roja (1998)...



El cine europeo reciente. Dogma'95.

Salvando algunas obras aisladas, el cine europeo ha ofrecido escasas aportaciones relevantes, aunque cada vez son más numerosas las películas interesantes. Es destacable la producción de uno de los protagonistas de la Nouvelle Vague: Eric Rohmer, que ha transformado su lenguaje cinematográfico hacia territorios híbridos entre el cine y la pintura. Junto a él, debemos destacar a Jean Pierre Jeunet, que nos ha sorprendido con propuestas innovadoras tanto en el terreno literario como en el visual: Delicatessen (1991),  Amelie (2001).
También resultan interesantes las películas de Emir Kusturica, siempre desenfadado y sugerente...
En Inglaterra se sigue realizando cine de calidad media envidiable; entre los directores que destacan, debemos citar a Stephen Daldry, que nos ha ofrecido obras de gran calidad, sin perder de referencia los gustos de un público muy amplio: Billy Elliot (2000), Las horas (2002) y el El lector (2008). Y también a Danny Boyle, que cuenta con varias obras interesantes, tal vez, con demasiadas concesiones a los gustos del público más habitual en las salas de cine: Trainspotting (1996), Slumdog Millionaire (2008).



Otro tanto sucede en Italia, donde parecen resurgir una industria que parecía haber desaparecido, con un grupo de realizadores de producción irregular, entre los que destaca Roberto Benigni, personaje polifacético (especie de Takesi Kitano, a la italiana), que, entre otras muchas cosas, ha dirigido dos películas muy interesantes  La vida es bella (1997) y El tigre y la nieve (2005). Mateo Garrone nos ofreció Gomorra (2008) para hacernos notar que las tradiciones cinematográficas italianas siguen vivas...
De Grecia nos llega alguna película de vez en cuando... Entre lo último, destaca Canino (2009), de Yorgos Lanthimos, con una propuesta cinematográfica bien consolidada en el componente argumental.

El cine danés merece un comentario, si quiera "de cortesía", dado el éxito "popular" obtenido por el fenómeno "Dogma" y, sobre todo, por las películas realizadas posteriormente por uno de sus miembros. El manifiesto lo firmaron Lars von Trier, Thomas Vinterberg, Soren Krag Jakobsen y Kristian Levring y contenía los siguientes "preceptos":  
1. Se debe rodar en escenarios naturales, no en escenarios artificiales. Si se necesita un objeto para el desarrollo de la historia, habrá que encontrar un lugar donde exista.
2. No se debe grabar el sonido separadamente de la imagen. No se debe emplear música a no ser que sea grabada en el lugar del rodaje.
3. No se debe emplear ningún artilugio para soportar la cámara.
4. Sólo se debe usar película para rodar en color y se deben evitar las iluminaciones artificiales, salvo en casos de absoluta necesidad; en este último caso, se empleará un simple foco.
5. No se deben emplear efectos especiales ni filtros.


6. La película debe huir de asuntos superficiales. Se deben evitar los crímenes y, en general, las armas.
7. No se debe alterar la continuidad temporal y espacial.
8. Se evitarán las películas de género.
9. Se debe emplear formato de 35 mm.
10. El director no debe aparecer en los créditos.
Completaron el manifiesto con una extraña promesa:
"Desde ahora en adelante prometo como director no ejercer ningún tipo de gusto personal. Ya no soy un artista. Desde ahora en adelante prometo no crear una "obra", ya que considero que el instante y el ahora son más importantes que todo el producto. Mi meta absoluta es forzar la verdad de mis personajes. Prometo hacerlo a toda costa dentro de mis posibilidades y a costa de cualquier buen gusto estético."
Para dar fe de lo etéreas que son las buenas intenciones, sólo hicieron una película siguiendo esos principios: Mifune (Soren Krag Jakobsen), porque casi de inmediato comenzaron a rodar en vídeo. Además de ésta, destacan: La Celebración, de Tomas Vinterberg y Los Idiotas, de Lars von Trier.


Según dicen, los miembros del grupo pretendían ofrecer una alternativa a la hegemonía norteamericana, insistir en el carácter estético de la producción cinematográfica y recordar a los cinéfilos que los grandes pilares sobre los que ésta descansa son "la historia" y "la interpretación"... juicio que se cansó de repetir Orson Welles a lo largo de su atormentada vida. Paradójicamente, la "democratización" del "medio cinematográfico", anunciada enfáticamente por este grupo, ha llegado por el camino del vídeo digital, pero en todo caso, tal vez haya llegado el momento de plantearse otra vez la cuestión...
Mucho mayor interés tuvo la propia evolución del grupo, que culminó en lo que podríamos llamar la "segunda fase" de von Trier, con obras tan interesantes y de tanta repercusión como Bailando en la oscuridad (2000) y Dogville (2003), construidas a partir de guiones interesantes, con resultados discutibles, pero en todo caso siempre por encima de la trivialidad habitual en los circuitos industriales norteamericanos. Lástima que la segunda desembocara en territorios tan próximos a los principios ideológicos de Hitler y que haya continuado apostando por recursos próximos a la tele-basura.


En España, como en casi toda Europa la repercusión de Dogma fue muy sensible en los ambientes más jóvenes, que encontraron argumentos para hallar una nueva vía entre las trasgresiones de Almodóvar y las anquilosadas ideas de los santones de la industria española, representados en la Academia que concede los "Goyas". Sin embargo, la repercusión efectiva fue mínima, porque aunque se realizaron infinidad de "películas" siguiendo el modelo Dogma, pocas fueron las que llegaron a estrenarse en festivales y otros eventos minoritarios, y menos aún las que se pudieron ver en salas comerciales.



Si exceptuamos los reflejos que produjeron en España las grandes corrientes cinematográficas, hay que esperar a la aparición de Almodóvar para que podamos hablar de un cine equiparable a las películas destacadas en las páginas anteriores. Durante muchos años, el cine español, con estructura industrial muy precaria, se desarrolló por cauces de expresión personal, en algunos casos destacables desde planteamientos poéticos,  pero de menor interés con otros criterios. El director manchego alteró esa situación y las anquilosadas estructuras de un tinglado construido de espaldas al público, a partir de las interpretaciones del neorrealismo italiano (Bardem, Berlanga, en cierto modo, Erice), de la Nouvelle Vague (algunas películas de Saura) y de la tradición de Buñuel, y que se mantenía en pie gracias al apoyo institucional.  De su realización reciente, que sólo ha sido posible gracias a sus propias iniciativas productoras, debe ser destacada Hable con ella (2001), que manteniendo el "estilo" descarado e irreverente de su creador ofrece un planteamiento narrativo y formal excepcional.
Y entre lo último, en una línea diferente pero también de gran calidad, merece ser destacada la figura de Amenábar, cuya carrera marcó un proceso de evolución asombroso, desde Tesis (1996), excepcional alarde de ritmo narrativo, hasta Los otros (2000), rodada con medios propios del cine industrial, de cualidades comparables a las obras de B. de Palma o de Hitchcock.. Con Mar Adentro (2004) definió un punto de inflexión que, desde el apoyo en la emotividad, amenazaba con tomar la dirección del Spielberg menos interesante (IA, El color púrpura, etc)... Y con Ágora se ha inclinado hacia la vertiente comercial "made in Tele5". Lástima.







El cine chino reciente




El cine chino comenzó a conocerse en Europa muy tarde; sin embargo, el paso de los años ha impuesto un cambio relativo por cuanto la industria norteamericana ha sabido bloquear su expansión radicalmente. Por fortuna, el flujo de comunicaciones debido a Internet nos ha permitido conocer obras que, de otro modo, no habríamos podido ni imaginar. En un contexto mucho más variado de lo que cabría imaginar, destaca Zhang Yimou, con un proceso de evolución paralelo al de la potencia económica de China. Su primera película relevante, Sorgo rojo (1987) es un alegato revolucionario en la tradición de Eisenstein, construido con criterio estético difícil de encontrar en el universo cinematográfico occidental. Desde ella, Zhang Yimou dio un salto cualitativo muy importante con La linterna roja (1991), acaso su mejor película hasta ahora. En sus últimas películas ofrece un giro descarado hacia lo espectacular, dentro de las fórmulas barrocas y grandilocuentes de la propia tradición cultural (cine wuxia).

John Woo, con acreditada y espectacular filmografía en la industria norteamericana ha firmado en 2009 una película especialmente interesante, El acantilado rojo, que sólo se ha comercializado en Occidente mediante una versión reducida que desnaturaliza el carácter de la obra original. Si el cine evoluciona hacia el espectáculo puro, esta película definiría un jalón importantísimo... acaso comparable a Avatar.



En Taiwán se ha desarrollado una corriente más conectada con las fórmulas occidentales. El director más conocido es Ang Lee, que firmó Tigre y dragón, con producción USA (200) y Deseo, peligro (2007), entre lo más relevante.
Hong Kong, de circunstancias socioculturales muy especiales, ofrece una de las estructuras cinematográficas más consolidadas de Oriente. Al margen de los productos para niños y para adultos (pornografía), destaca Wong Kar-wai, con un conjunto de películas de excepcional calidad visual, entre las que destacan My Blueberry Nigths (2007), Deseando amar (2000) y 2046 (2004).


El cine coreano. Kim Ki-duk


A medio camino entre China y Japón, el cine coreano ofrece cualidades que, desde lo que conocemos en Occidente depende demasiado de Kim Ki-duk.

“Hoy en día hablamos demasiado. Se pronuncian demasiadas palabras, demasiadas promesas incumplidas que destruyen nuestra belleza interior. El silencio preserva esa belleza, la mantiene pura". Esta frase atribuida a Kim Ki-duk ilustra bien la naturaleza de su cine, acaso concebido para activar la belleza que todos llevamos dentro... y puede conducirnos al aburrimiento si estamos contemplando una película. Las carencias en ritmo narrativo están compensadas por la calidad de la imagen y de los guiones... 



Otras corrientes cinematográficas


Por razones obvias, con el cine canadiense sucede algo parecido a lo que ocurre con el británico y con el australiano, pero aún con mayor claridad. La fluidez política y social que existe entre los cuatro países, siempre bajo polarización norteamericana, hace sumamente difícil que existan directores canadienses o ingleses con carreras ajenas a los intereses de la industria más poderosa. Uno de los ejemplos más claros acaso sea David Cronember, que realizó Crash en 1996, con dinero canadiense y a partir de esa fecha ha trabajado en USA, Gran Bretaña y también en Canadá. En toda su producción destaca también Promesas del Este (207)

Uno de los pocos directores que se ha mantenido en Canadá es Atom Egoyan, realizador de un conjunto de películas muy afines a los planteamientos europeos de los mismos años, entre las que destacan  Exótica (1994) y Ararat (12002)
También destaca Jean-Claude Lauzon, de vida breve, que firmó una película especialmente interesante, asimismo, muy unida a cuestiones europeas anteriores: Léolo (1992), especialmente cercana a las películas francesas de Buñuel.




Desde los años setenta también el cine australiano, de la mano de Peter Weir (Picnic en Hanging Rock, 1975), ha adquirido cierto renombre con un tipo de cine que, partiendo de las fórmulas norteamericanas, culmina en obras con cierta personalidad, relativamente próximas al mejor cine británico. Otros realizadores australianos de interés son Bruce Beresford (The getting of wisdom, 1977 y Consejo de guerra, 1979) y Gillian Armstrong (My brilliant career, 1979).

Lamentablemente, apenas llegan unas pocas películas del resto de los lugares no mencionadas. Es muy difícil ver en España cine de la India (de gran capacidad de producción), de los países árabes, de casi toda Asia, de América Latina...
Por fortuna, van llegándonos algunas obras que nos prometen experiencias sorprendentes para cuando desaparezcan las medidas proteccionistas o se hagan más fluidos los conductos de comunicación. Lo poco que conocemos del cine argentino es excepcionalmente interesante...


Durante los últimos años en Brasil han aparecido varios directores interesantes, entre los que destaca Fernando Meirelles, que realizó un alarde espectacular de montaje en La ciudad de Dios (Brasil, Francia, 2002).

Gracias a las vertientes positivas de la globalización, de vez en cuando llega alguna película excepcional rodada en países "marginales", como Mongol, de Sergéi Bodrov (2007)... 


Capitulo aparte merece una figura que, sin haber salido del territorio publicitario, ha realizado algunas obras de especial interés: Chris Cunningham.
Desde los mismos orígenes, también merece la pena conocer la obra publicitaria del inclasificable Michel Dondry (nacido en Francia), pero que ha realizado varias películas, siempre interesantes, con producciones diversas. Entre lo más destacable: La ciencia del sueño, 2006. 

Películas de temática específicamente estética


Han sido numerosas y de cualidades irregulares las películas dedicadas a contar la vida de artistas plásticos. Merecen ser mencionadas especialmente: El loco del pelo rojo, de Minnelli:  La agonía y el éxtasis, de Reed, 1965;   Los amantes de Montparnase, de  Jackes Becker (1958); Modigliani, de M. Davis (2004); Basquiat, de Schnabel (1997);  Pollock, de Harris (2000), etc.
También tienen interés las que afrontan asuntos estéticos más concretos: Life Lessons, de Scorsese, Por amor al arte (2003), de Labute, Art School Confidential, de T. Zwigoff (2006)



Asimismo, sería inexcusable no mencionar, aunque sea sumariamente, a los creadores que, procedentes de otros campos de la creación estética, acabaron haciendo cine de interés: Mario Caserini (1874 1920), Paul Leni (1885 1929), Walter Ruttmann (1887 1941), Hans Richter (1888 1976), Jean Cocteau (1889 1963), Mizoguchi (1898 1956), Hunphrey Jennings (1907 1950), Jean Negulescu (1900 1993)... M. Leisen (1898 1972), Kurosawa, Dark Jarman (1942 1994)... Uno de los últimos jalones lo colocó J. Schnabel en el año 2000 con la historia de Reinaldo Arenas (Antes de que anochezca)...


El vídeo-arte.


Para muchos estudioso del arte contemporáneo, existe una "posibilidad creativa" supeditada al uso del vídeo como forma de expresión... Quizás esa apreciación tuviera sentido cuando estaba clara la separación entre "rodar en cine" y "rodar en vídeo", pero hoy, cuando tanto el cine como el vídeo tienden a fundirse en la órbita de los formatos digitales, dicha separación apenas puede entenderse más que como una categoría forzada por la tradición académica, aquella que continúa propugnando el carácter individual de la creación artística.
Hablando de arte... ¿es factible admitir una tipología cuya naturaleza depende de un formato que implica pérdida de calidad? ¿Y si además es previsible que en muy poco tiempo el formato digital de calidad esté al alcance de cualquier creador? Y por si esas dudas no fueran suficientes, incluso Andy Warhol destruyó las barreras al emplear el cine como medio de expresión estética no convencional, con planteamientos perfectamente homologables a los que luego usaron los creadores de vídeo menos dotados. Por desgracia, sus "obras" son tan tediosas que apenas tienen interés, incluso estético, si dejamos a un lado la mistificación que activa la aceptada "genialidad" de su autor (???).
Para mayor complejidad, la propia realidad estética de los últimos años y, en especial, con posterioridad a la expansión de las corrientes conceptuales ha creado un territorio híbrido que no sabríamos si considerar como "documentales estéticos" o como obras en formato vídeo. Personajes como Nam June Paik, Beuys, Bruce Nauman y Patty Chang han recurrido al cine doméstico, la fotografía y al vídeo para dejar constancia de sus "ocurrencias o preocupaciones estéticas", que una vez filmadas se convierten en "cortos" de interés muy variable. Si hacer una película es "contar una historia", estas "obras" son, por lo general, "historias cortas" declinadas hacia lo subjetivo, hacia la sugerencia, hacia la propuesta reflexiva...
Los manuales suelen mencionar a Nam June Paik como “padre” del “videoarte”, sin embargo, tal y como hemos recogido en este epígrafe, habría que matizar mucho esa paternidad, porque los “creadores”que utilizaron el lenguaje cinematográfico para ofrecer valoraciones subjetivas, referencias estéticas, etc. fueron muy numerosos: Buñuel con Dalí (Un perro andaluz), Duchamp, Delaunay, Richter, etc.
No obstante, Nam June Paik es un creador que marca un punto de inflexión importante: la aceptación de las “imágenes en movimiento” (obtenidas en 1965 mediante una cámara de vídeo portátil) en el universo de la compleja estructura del arte contemporáneo.
Entre la multitud de seguidores, la mayoría especialmente mediocres, es posible destacar a unos pocos que recaban el reconocimiento general; y entre estos últimos el más conocido es Bill Viola. Desde hace veinte años este artista neoyorquino (nacido en 1951) viene ofreciendo obras, primero dentro del Body Art, más tarde con instalaciones con vídeo y, recientemente mediante formatos digitales, sobre temáticas espirituales, oníricas y vitales, pero en todos los casos, con una calidad visual excepcional.
Su camino lo ha desarrollado multitud de creadores entre los que deberíamos de destacar (por el apoyo recibido desde los sectores más influyentes del arte contemporáneo) a Matthew Barney, que lleva algunos años haciendo “películas peculiares” de orientación surrealista y cuidadísima calidad visual. Sus obras más conocidas responden al título genérico de “Cremaster” (“cremáster” es el nombre del músculo que mueve los testículos ante determinados estímulos).
Y durante los últimos cuatro o cinco años cada vez es más frecuente que los jóvenes creadores, para eludir el engorroso asunto del elitismo estético, se decanten hacia este universo expresivo, empleando las diferentes posibilidades que están a su alcance: “cortos”, “video-creación”, películas “de autor”... ¿Es posible que, por fin, el "arte real" y el "arte oficial" estén coincidiendo en un espacio común...?

2 comentarios:

  1. Increíble que en un repaso de este tipo no se mencione ni tan siquiera en una linea las dos películas maestras de El Padrino I y El Padrino II, ambas fundamentales en la historia del cine, máxime al hablar desde un punto estético y como arte de alta cultura.

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  2. Había olvidado "aceptar" el comentario. Lo siento. Pero como no está en mi ánimo menospreciar a nadie, intentaré explicar sucintamente mi punto de vista:
    No ha sido un despiste.... Seguro que hay otros muchos, pero en este caso no. Tampoco he citado otras muchas películas que aparecen en todas las "listas". Sé que casi todos los "expertos en cine" opinan de otro modo, pero para mí está claro que las "fórmulas de producción" no tienen entidad estética relevante, aunque existan películas "buenas", según mi criterio, que emplean fórmulas de producción.
    La argumentación para entender mejor lo que pretendo decir está en el desarrollo del texto.

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